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DISCAPACIDAD AUDITIVA, REFLEXIÓN


Enviado por   •  2 de Noviembre de 2015  •  Biografía  •  1.952 Palabras (8 Páginas)  •  215 Visitas

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EXPERIENCIAS EXITOSAS, DISCAPACIDAD AUDITIVA

Me llamo Jesús Amílcar y soy sordo

H

oy día me sigo considerando un niño que luego de 33 años, sigue vagando empecinado en buscar en cualquier explicación lógica -esencia-, al problema, puesto que en el plano material –clínico- sé que lo traigo de nacimiento.

Que en cierto momento, fui un niño, como cualquier otro: terco, llorón, travieso, etc.; un niño que al nacer trajo consigo el estigma del silencio… y teniendo 4 años,  es que la familia inició el camino de hacer frente a la existencia del problema, es decir, en pocas palabras, marcó el comienzo de mi aventura.

Un niño que ya entrados los 8 años, todavía desconocía hasta lo más básico de  la lengua castellana –tanto en su estructura como en la forma correcta de aplicación-, y acudir a la escuela regular y paralelamente al de educación especial,  ayudaron a reforzar el aprendizaje, adquirir y con el tiempo perfeccionar el lenguaje –en lo posible, aunque nunca será como la de un oyente-, al grado de ir innovando poco a poco las expectativas de vida, aunque ello se haya manifestado lentamente y tardíamente, siempre apoyado de la excepcional memoria que detenté durante los primeros 18 años, porque precisamente de ahí en adelante, todo lo previamente aprendido empezó a tener sentido, donde poco a poco, pude convertir un simple e insignificante concepto, a un mundo de ideas, pero a cambio, mi capacidad de memorizar textualmente –sin margen de error- fue decayendo.

En primaria, fui un niño más, como todos; un alumno al que ni le entraba, ni le salía por ninguno de los oídos lo que resultara del predominante chismerío –literal- o crítica negativa –bullyng- , que sólo buscaba encajar dentro del ambiente de travesuras y juegos, sin embargo, al que muchas veces la inocencia misma condenó a ser blanco de las risas, con ocurrencias para la mayoría carentes de sentido común y por buen trecho de tiempo concebí la idea de ser el más popular, y así sucedió, pero en sentido “non grato”, es decir, el fenómeno del colegio; también tuve a quienes llamar amigos, mismos que me apoyaron en las buenas y en las malas -haciendo las veces de “sombras”-.

Una de estas anécdotas penosas, acaeció cuando la Maestra de primaria, pidió describir lo que significa tener “una familia”, y en vez de esto, puse los nombres de mis padres y hermanos, decorándolo con el dibujo del rostro de cada miembro.  Mientras los compañeros, elaboraron algo parecido a un testamento –por la extensión textual-, en cambio, mientras caí presa de  la intriga, muy probablemente pude haberme expresado de tal manera: ¡Tanto show por una sola palabra!

Ahora brinquemos en el tiempo, específicamente hasta donde comienza la secundaria.  Una etapa de tragos amargos, debido a las constantes ocasiones en que llegué  cabizbajo a casa, –luego de un auténtico infierno de desaires-, con el sólo propósito de desquitar el coraje contra quien tuviera al frente, aunque para ello tuviese que inventar  un pretexto justificable, como el culpar del desorden en que estaba mi recámara o el extravío de “x” cosa, a mis sobrinos y, rara vez ir contra mis padres, aunque a decir verdad, estaban conscientes de que algo había pasado y por ende, resultaban en gran media comprensivos; tampoco por esto dejaron de mostrar su autoridad y exigir el debido respeto, cuando así lo consideraron pertinente,  al ponerme inmediatamente en mi lugar. Por lo que a raíz de esto, confieso que muchas veces me consideré fuera del ambiente, al grado de pensar y sentir que el mundo me daba la espalda, mientras me cubría con su manto el desánimo.  Hoy día, pesar de todo, sigo considerándolos amigos –es más, los veo con frecuencia.

Cuando fulanito o menganito organizaban alguna reunión o festejo y se me invitaba, respondía sin chistar al llamado, con el consiguiente aporte requerido –pues eran de traje-; tampoco puedo ignorar que era el primero en arribar, así llueva, truene o relampaguee, pensando que con acciones como aquellas, en algún momento ellos corresponderían de igual manera, cuando fuese el anfitrión.

En tal caso me ufanaba en no dejar detalles sin cubrir del banquete –botanas, bebidas, etc.-, las mesas, sillas, la música, entre otras cosas -todo sencillo- para finalmente alistarme y esperar el arribo de todos, mientras encuentro acomodo en uno de los sillones de la sala; …poco a poco empiezan a desfilar las agujas del reloj, -tic, tac, tic, tac- marcando los minutos, -tic, tac, tic, tac- luego le sigue un par de horas… la sonrisa se desdibuja… la frustración y tristeza hacen mella, dando paso a los sosegados sollozos de impotencia. El resultado: ningún alma se apersonó;  y, esperanzado pido a mamá tomar el teléfono e indagar el motivo de sus ausencias o demoras. Las respuestas que dieron: “me llegó visita”, “llovió por mi casa”, “no hay quien me lleve”, etc. Mi madre, tampoco estuvo ajena, porque indirecta e inmediatamente pareció disfrazarse de payaso, es decir, por fuera se condujo alegre, más por dentro, estaba afligida;

Y la tarde, pasó a ser noche. Finalmente, rendido se fue a postrar a los brazos de Morfeo.

Un nuevo día hizo acto de presencia. De vuelta al colegio, ahí los compañeros me interrogan… ¿Cómo se puso la fiesta?, ¿Quiénes fueron?... preguntas incómodas, pero perturbador  era  no hallar  modo de evadirlos. Accedo a responder: no vino nadie, por tanto el  festejo quedó en  familia y para mi buena fortuna, en aquel santiamén arribó la Maestra, acto seguido todos emprenden huida a sus respectivos pupitres  y tema olvidado.

Después de aquella experiencia, decidí no volver a hacer “pachanga” alguna, sólo limitar mi participación con quien osare invitarme y cuando fuera un día significativo para mí, auto complacerme y pasarla como cualquier otro día, común y corriente.

Ahora, viajemos un poco más en el tiempo, específicamente a la segunda mitad de 1997, en los inicios del bachillerato, el cual cursé en un colegio particular –confiado en encontrar un reducido grupo; más la realidad es que fueron casi 40 estudiantes-. En un principio, la adaptación fue lenta, además de batallar con la impaciencia de todos y cada uno de los catedráticos, a quienes como es costumbre y de modo anticipado, aleccioné sobre el tratar de hablar siempre dando la cara -de frente- y evitar en lo posible obstruir la lectura de los labios –por aquello de los frecuentes ademanes-, para que tuviera la ventaja de atender, no del todo pero sí, gran parte de la clase.

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