Decepción
Enviado por arturingo1234 • 2 de Febrero de 2014 • 2.749 Palabras (11 Páginas) • 363 Visitas
El tercer Fausto de Salvador Novo
EL TERCER FAUSTO
De Salvador Novo (1934)
Acto I
Un estudio, la noche. Alberto en bata y pantuflas, parece nervioso. Detrás de él, el diablo, en actitud humilde. Alberto no lo ha visto. Fuma y mira la hora de su reloj pulsera. Se vuelve y se sorprende al percibir al diablo. Con gesto nervioso se levanta, da algunos pasos. Se adueña por fin de sí y le indica al diablo un asiento.
ALBERTO: Tenga la bondad de sentarse.
DIABLO: Muchas gracias. No me siento nunca. Prefiero escucharle de pie. Supongo que será cuestión de dinero. Para proporcionárselo no necesito tomar asiento ¿Cuánto necesita?
ALBERTO: No. No es dinero lo que necesito. Para procurármelo no habría acudido al extremo terrible de invocarle a usted con todas las fuerzas de mi alma; de esta lama atormentada que le ofrezco.
DIABLO: Entonces no sé. Muy pocas cosas más está en mi mano disponer. Los siete pecados capitales, ustedes se arreglan muy bien para cometerlos sin mi intervención.
ALBERTO: Pero usted es omnipotente. La prueba es que ha entrado aquí sin anunciarse.
DIABLO: También Lo es Dios, y hace muy pocas cosas, que yo sepa. Tan pocas, que yo me veo precisado, a veces, a suplantarlo. Los hombres le rezan constantemente y le piden esto, y aquello. Él tiene santos, especializados en determinados milagros. Ustedes les piden a los santos que se encarguen de sus asuntos, y les ofrecen pequeñas remuneraciones tarifadas. Y sus asuntos se arreglan. Pero no son los santos quienes lo hacen. Por razón de su especialidad, los santos tienen un sentido moral muy estrecho, y sus peticiones les ofenden. ¡Qué quiere usted! ¡Ellos viven en una atmósfera tan distinta de la tierra! Y luego, no les gusta este agradecimiento en especie que les testimonian los hombres. Lo que los santos quieren es una nutrida inmigración en masa a su reino. ¿Y qué mejor medio de obtenerla que el de frustrar precisamente los deseos más caros de los hombres; de todos esos bienes que ellos les piden constantemente y que obtienen a veces; no de los santos, sino de mi? Soy yo quien atiende las solicitudes que los hombres formulan a los santos. Esto no lo saben, por supuesto, y no me agradecen nunca. (Con tristeza) No importa. Me queda la vaga esperanza de que estas condiciones injustas se alteren, y de que un día, algún lejano día, se me canonice. (Pausa.) Pero veamos: ¿de qué se trata?
ALBERTO: Es un poco largo, si usted quiere escuchar los antecedentes. (Nervioso.) ¿Si no sentáramos?
DIABLO (mirando su reloj.): Como quieras. (Se sientan.)
ALBERTO: Le he llamado a usted para ofrecerle mi alma a cambio de un milagro que habrá de realizarse en mi persona.
DIABLO (Examinándolo.): ¿Has consultado algún doctor? Mi opinión es que gozas de perfecta salud. Estás joven, vivirás todavía largo tiempo…
ALBERTO: No, no es eso. Este cuerpo mío estaría muy bien… si el alma que aloja… fuera normal.
DIABLO: ¿Qué quieres decir?
ALBERTO: ¡Oh, pero yo pensé que usted lo adivinaría todo en seguida! ¡Es verdaderamente bochornoso explicar mi caso a un desconocido como usted!
DIABLO: Te pido mil perdones por mi ignorancia en tus asuntos personales. Pero yo estoy solo, ya te lo he dicho. No tengo santos, como Dios. Explicadme tu caso, te lo ruego. Trataré de ayudarte.
ALBERTO: Ahorraremos tiempo si le declaro mi deseo sin explicarle las causas. Es esto: quiero transformarme en mujer. Y el precio es la condenación de mi alma.
DIABLO (Lo mira con sorpresa.): ¿Está usted seguro de su deseo?
ALBERTO: Absolutamente seguro. Y el precio es la condenación de mi alma.
DIABLO: Querido joven, no insista usted en el precio. No recuerdo haber objetado al que usted fija tan persuasivamente. Ya lo discutiremos más tarde. Me interesa, ante todo, conocer la razón de su extraordinario deseo.
ALBERTO: Ya que insiste… Pues bien: estoy enamorado… de un hombre.
DIABLO: ¿Y el hecho le molesta? ¿Por qué no me pide que quite ese amor de su corazón? Puedo hacerlo en un santiamén, y no tendrá usted que adquirir hábitos que desconoce por completo.
ALBERTO: No. Dejar de amarlo sería como dejar de existir. Quiero ser suyo totalmente, y que él me pertenezca por completo. Usted sabe bien que en mis actuales condiciones, esto es imposible.
DIABLO: ¿Han tratado ustedes el asunto?
ALBERTO: ¡Cómo sería posible! Él debe ignorar siempre mi amor culpable. ¿Tengo yo la culpa? Educación, herencia, perversidad… qué se yo. ¡Su amor me haría tan dichoso! Pero es preciso que él lo ignore. Yo perdería, estoy seguro, hasta el triste consuelo de su amistad: de esos instantes fugitivos en que estrecho su fuerte mano, en que miro sus amplios ojos, en que mi corazón se llena de íntimo llanto al contemplar su dulce boca…
DIABLO: ¿Tiene su amigo inclinaciones literarias?
ALBERTO: ¿Por qué me lo pregunta?
DIABLO: ¡Qué sé yo! Podrían emprender juntos algunas lecturas provechosas… desde el punto de vista de usted. Justificarse con los clásicos es siempre elegante, y está al alcance de todo mundo hacerlo. Podría usted invocar a Sócrates, a Epaminondas, a Alcibíades, a Patroclo y Aquiles… Parto de Grecia porque su ejemplo es siempre irrefutable. Roma disgusta un poco a los espíritus impreparados. Sin razón alguna, se lee menos a Petronio que a Platón, y se adultera siempre a Virgilio.
ALBERTO: ¿Y qué ganaría yo con demostrárselo? Además, no creo que lo ignore. Pero eso no se hace ya comúnmente ¡Ah! La humanidad confunde el amor con la vil procreación, y los hombres aman a las perras prolíficas.
DIABLO (Un tanto turbado): ¿Quiere usted escucharme, y no interrumpirme con sus explosiones líricas? Comprenda que estoy aquí para ayudarle. Para eso he venido, y no deseo perder un tiempo que puedo consagrar a ayudar a otras personas menos inclinadas a la dialéctica que usted. Confieso que carezco de experiencia personal en el ramo de su dedicación. (Más calmado.) Pero me ha ocurrido, en el mismo instante en que usted formulaba su raro deseo, el sistema que comencé a exponerle. ¿Quiere que siga?
ALBERTO: Siga usted. (Se nota que no ha de convencerlo.)
DIABLO: La primera objeción que él pondría a su amor sería sin duda su naturaleza inmoral, y el hecho de que un afecto semejante, y cuanto él implica, va contra lo lícito y lo moral. Usted entonces le envolvería en un sutil diálogo. Y acabaría por hallarse de acuerdo en una definición de la moral por el estilo de ésta: lo moral es lo que no daña a nadie, a ningún tercero. Inmoral, lo contrario. ¿Perjudica a alguien nuestro amor? No. Luego, nuestro amor es irrefutablemente moral, desde el más elevado de los puntos de vista.
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