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Ruben Dario


Enviado por   •  17 de Julio de 2013  •  1.750 Palabras (7 Páginas)  •  267 Visitas

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El Rubí

Ah! ¡Con que ese sabio parisiense ha logrado sacar del fondo de sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi palacio!

Y al decir esto el pequeño gnomo iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos, por la honda cueva que le servía de morada; y hacia temblar su larga barba y el cascabel de su gorro azul y puntiagudo.

En efecto, un amigo del centenario Chevreul –cuasi Althotas-, el químico Frémy, acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.

Agitado, conmovido, el gnomo –que era sabidor y de genio harto vivaz- seguía monologando.

-¡Ah, sabios de la Edad Media! ¡Ah, Alberto el Grande, Averroces, Raimundo Lulio! Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar las fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo decimonono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos. ¡Pues el conjuro! Fusión por veinte días de una mezcla de sílice y de aluminato de plomo; coloración con bicarbonato de potasa o con óxido de cobalto. Palabras en verdad que parecen lengua diabólica.

Risa. Luego se detuvo.

El cuerpo del delito estaba allí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro; un pequeño rubí, redondo, en tanto reluciente, como un grano de granada al sol.

El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían llegado.

Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de los carbunclos que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo.

A aquellos resplandores podía verse la maravillosa mansión en todo su esplendor. En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de lapislázuli, formaban caprichosos dibujos, como los arabescos de una mezquita, gran muchedumbre de piedras preciosas. Los diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus cristalizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían sus resplandores verdes; y los zafiros, en amontonamientos raros, en ramilletes que pedían del cuarzo, semejaban grandes flores azules y temblorosas.

Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en franjas el recinto; y en el pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical, a gotas armónicas, como las de una flauta metálica soplada muy levemente.

¡Puck se había entrometido en el asunto, el pícaro Puck! El había llevado el cuerpo del delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí sobre la roca de oro, como una profanación el centelleo de todo aquel encanto.

Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas hachas en las manos, otros de gala, con caperuzas flamantes y en carnadas, llenas de pedrería, todos curiosos, Puck dijo así:

-Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación humana, y he satisfecho esos deseos.

Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las gracias a Puck con una pausada inclinación de cabeza, y los más cercanos a él examinaban con gesto de asombro las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo.

Continuó:

-¡Oh, Tierra! ¡Oh, Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra.

Y luego, como si hablasen en el placer de un sueño:

-¡Esos rubíes! En la gran ciudad de Paris, volando invisible, los vi por todas partes. Brillaban en los cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los rastacueros, en los anillo de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas.

Y con pícara sonrisa siempre:

-Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga... Había una hermosa mujer dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.

Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!

-¡Eh, amigo Puck!

¡y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra del hombre, o de sabio, que es peor!

-¡Vidrio! -¡Maleficio! -¡Ponzoña y cábala!

-¡Química! -¡Pretender imitar un fragmento del iris!

-¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!

-¡Hecho de rayos del poniente solidificados!

El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su aspecto de patriarca, su cara llena de arrugas:

-¡Señores! –dijo-, ¡no sabéis lo que habláis!

Todos escucharon.

-Yo, yo soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar las facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he cincelado los huesos de la tierra, que he amansado el oro, que he dado un día un puñetazo a un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo el viejo, os referiré de cómo se hizo el rubí Oíd.

Puck sonreía curioso. Todos los gnomo rodearon al anciano, cuyas canas palidecían a los resplandores de la pedrería y cuyas manos extendían su movible sombra de los muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen granos de arroz.

-Un día, nosotros, los escuadrones que

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