Esto No Es Una Pipa
Enviado por antonella1797 • 7 de Abril de 2015 • 3.103 Palabras (13 Páginas) • 197 Visitas
ESTO NO ES UNA PIPA
II.
El dibujo de Magritte (por el momento no hablo más que de la primera versión) es tan simple como una página sacada de un manual de botánica: una figura y el texto que la nombra. Nada más fácil de reconocer que una pipa, dibujada como ésa; nada más fácil de pronunciar -nuestro lenguaje lo dice perfectamente por nosotros- que el «nombre de una pipa». Ahora bien, lo extraño de esa figura no es la «contradicción» entre la imagen y el texto. Por una simple razón: tan sólo podría haber contradic¬ción entre dos enunciados, o en el interior de un solo y mismo enunciado. Ahora bien, veo que aquí sólo hay uno, y que no puede ser contradictorio puesto que el sujeto de la proposición es un simple demostrativo. ¿Falso, entonces:-puesto que su «re¬ferente» -muy visiblemente una pipa- no lo veri¬fica? Ahora bien, ¿quién me puede decir seriamente que ese conjunto de trazos entrecruzados, encima del texto, es una pipa? ¿O acaso hay que decir: Dios mío, qué estúpido y simple es todo esto; ese enunciado es perfectamente verdadero, puesto que es evidente que el dibujo que representa una pipa no es una pipa? Y, sin embargo, hay un hábito del len¬guaje: ¿qué es ese dibujo?; es un ternero, es un cuadrado, es una flor. Viejo hábito que no deja de tener fundamento: toda la función de un dibujo tan esquemático, tan escolar como éste, radica en hacerse reconocer, en dejar aparecer sin equívocos ni vacilaciones lo que representa. Por más que sea el poso, en una hoja o en un cuadro, de un poco de mina de plomo o de un fino polvo de tiza, no «reenvía» como una flecha o un dedo índice apun¬tando a determinada pipa que estaría más lejos, o en otro lugar; es una pipa.
Lo que desconcierta es que resulta inevitable re¬lacionar el texto con el dibujo (a lo cual nos invi¬tan el demostrativo, el sentido de la palabra pipa, el parecido con la imagen), y que es imposible defi¬nir el plan que permita decir que la aserción es ver¬dadera, falsa, contradictoria.
No puedo quitarme de la cabeza que la diablu¬ra radica en una operación que la simplicidad del resultado ha hecho invisible, pero que sólo ella pue¬de explicar el indefinido malestar que éste provoca.
[…] Temo haber descuidado lo que quizás sea lo esencial en la Pipa de Magritte. He ac¬tuado como si el texto dijese: «Yo (ese conjunto de palabras que usted está leyendo) yo no soy una pi¬pa»; he actuado como si existieran dos posiciones si¬multáneas y bien separadas una de la otra, en el in¬terior del mismo espacio: la de la figura y la del texto. Pero he omitido que de una a otra estaba se¬ñalado mi lazo sutil, inestable, a la vez insistente e incierto. Y está señalado por la palabra «esto». Por tanto, hay que admitir entre la figura y el texto toda una serie de entrecruzamientos; o, más bien, ataques lanzados de una cosa a otra, flechas disparadas contra el blanco contrario, acciones de destrucción, lanzadas y heridas, una batalla.
Ya no poseen espacio común, ni lugar donde puedan interferirse, donde las palabras sean capaces de recibir una figu¬ra y las imágenes capaces de entrar en el orden del léxico. La delgada franja, incolora y neutra, que en el dibujo de Magritte separa texto y figura, hay que verla como un hueco, una región incierta y brumosa que ahora separa a la pipa que flota en su cielo de imagen del pisoteo terrestre de las palabras que desfilan por su línea sucesiva. Y todavía es exagerado decir que hay un vacío o una laguna: se trata más bien de una ausencia de espacio, de una desapari¬ción del «lugar común» entre los signos de la escri¬tura y las líneas de la imagen. La «pipa», que era indivisible entre el enunciado que la nombraba y el dibujo que debía representarla, esa pipa umbrosa que entrecruzaba los lineamientos de la forma y la fibra de las palabras, se ha ocultado definitivamen¬te. Desaparición que el texto, desde el otro lado de ese poco profundo arroyo, constata divertidamente: esto no es una pipa. Por más que el ahora solitario dibujo de la pipa intente asemejarse a esa forma que designa de ordinario la palabra pipa; por más que el texto se extienda por debajo del dibujo con toda la atenta fidelidad de un pie de ilustración en un libro científico: entre ambos no puede pasar ya más que la formulación del divorcio, el enunciado que impugna a la vez el nombre del dibujo y la refe¬rencia del texto.
En ninguna parte hay pipa alguna.
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III.
En la pintura occidental de los siglos XV a XX han dominado, creo, dos principios. El primero afirma la separación entre representación plástica (que im¬plica la semejanza) y referencia lingüística (que la excluye). Se hace ver mediante la semejanza, se ha¬bla a través de la diferencia, de tal manera que los dos sistemas no pueden entrecruzarse ni mezclarse. Es preciso que de un modo u otro haya subordina¬ción: o bien el texto es regulado por la imagen (co¬mo en esos cuadros en los que están representados un libro, una inscripción, una letra, el nombre de un personaje); o bien la imagen es regulada por el texto (como en los libros en los que el dibujo viene a consumar, como si siguiese tan sólo un camino más corto, lo que las palabras están encargadas de representar). Cierto es que esta subordinación sólo en muy raros casos permanece estable: pues suele ocurrir que el texto del libro no es más que el co¬mentario de la imagen y el recorrido sucesivo, por las palabras, de sus formas simultáneas; y suele ocurrir que el cuadro está dominado por un texto del que efectúa, plásticamente, todas las significaciones. Sin embargo, importa poco el sentido de la subordi¬nación o la manera cómo se prolonga, se multiplica y se invierte: lo esencial consiste en que el signo verbal y la representación visual nunca se dan a la vez. Siempre los jerarquiza un orden que va de la forma al discurso o del discurso a la forma. […]
El segundo principio que durante largo tiempo ha regido en la pintura plantea la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de un lazo representativo. El que una figura se asemeje a una cosa (o a cualquier otra figura) basta para que se deslice en el juego de la pintura un enunciado evi¬dente, banal, mil veces repetido y sin embargo casi siempre silencioso (es algo así como un murmullo infinito, obsesivo, que rodea el silencio de las figu¬ras, lo cerca, se apodera de él, y lo vierte finalmente en el campo de las cosas que podemos nombrar): «Lo que véis es aquello.» Poco importa, también ahí, en qué sentido se plantea la relación de la represen¬tación: si la pintura es remitida a lo visible que la rodea o si por sí sola crea un invisible que se le asemeja. Lo esencial radica en que no podemos disociar semejanza y afirmación. […] En Magritte, su pintura parece apegada, más que cual¬quier otra,
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