LAS ROSAS AZULES
Enviado por omarxto • 7 de Mayo de 2013 • 5.060 Palabras (21 Páginas) • 371 Visitas
El viejo presidencialismo
El gran logro de la revolución mexicana fue elevar a rango constitucional las demandas políticas y sociales ignoradas por el porfiriato durante los años de la dictadura: artículo 3º (derecho a la educación), 27 (reivindicación de la propiedad de la nación sobre el suelo y el subsuelo y derecho a la tierra), 123 (derechos laborales), 130 (relación entre el estado y la iglesia). Los constituyentes también garantizaron el sufragio libre y directo para la elección del presidente de la república y demás cargos de representación popular. Hacia 1917, la Constitución gozaba del reconocimiento internacional: en términos sociales México tenía una legislación moderna, vanguardista y sobre todo, futuro.
La fundación del partido oficial en 1929, sin embargo, trastocó el sentido original de la revolución mexicana. Creó un sistema político a todas luces, antidemocrático autoritario, impune, y corrupto, sin un proyecto de nación a largo plazo que rebasara la efímera temporalidad de los sexenios, con un manejo perfecto del lenguaje de la simulación y ajeno a cualquier estado de derecho. El sistema político mexicano y sus presidentes acabaron con el respeto a la ley e hicieron imperar su discrecionalidad al aplicarla.
Desde 1940 los mexicanos comenzaron a vivir dentro de una ficción democrática. De acuerdo con la Constitución, el país estaba constituido como una república democrática, representativa y federal, pero en los hechos la democracia sólo era un “bello poema” -como había dicho Justo Sierra, años atrás, refiriéndose a la constitución de 1857. El sistema hizo de la política una mentira y de la simulación un arte.
Pero la mentira es una realidad política fundamental -escribió Gabriel Zaid. Las democracias simuladas no gobiernan por la simple fuerza bruta, sino por la trampa: apoderándose de la verdad. Los ciudadanos están a merced de las autoridades, en primer lugar, porque no pueden demostrarles nada. Hay toda una industria de la verdad oficial: triunfos electorales, leyes, noticias, libros de texto, sentencias judiciales, adhesiones, desfiles, celebraciones, manifiestos. El crecimiento del estado y la corrupción son casi efectos derivados: adueñarse de la verdad facilita adueñarse de todo lo demás.
Con un gobierno que actuaba como juez y parte en las elecciones, los viejos métodos electorales porfirianos palidecieron junto al perfeccionamiento de los mecanismos fraudulentos perpetrados por la “familia revolucionaria” en cada proceso. Cada jornada electoral el sistema estrenaba un nuevo instrumento que garantizaba su triunfo en los comicios: del robo con ametralladoras Thompson pasaron a la urna embarazada -previamente llena. De la intromisión de la fuerza pública al carrusel o al ratón loco -en camiones, centenares de acarreados eran llevados a votar en todas las casillas posibles. Del conteo doble a la célebre “caída del sistema”, sin olvidar el taco de votos, el robo de urnas y la falsificación de actas. Sexenio tras sexenio, el gobierno violentó el ejercicio libre y pleno del sufragio y minó el poder del voto hasta hacerlo nulo.
Mientras el modelo económico funcionó --para una población que en 1970 no rebasaba aún los cincuenta millones de habitantes-- y pudo garantizar cierto bienestar social con un ingreso decoroso para una parte de los mexicanos, seguridad pública, centros de salud, vivienda, vías de comunicación, entretenimiento y sobre todo paz, la relación entre sociedad y gobierno fue prácticamente una luna de miel. Con excepción de algunos movimientos aislados de oposición --partidos, sindicatos, maestros, ferrocarrileros, estudiantes--, el resto de los mexicanos abdicaron a sus derechos políticos por conveniencia, por conformismo y hasta por sumisión.
Durante décadas, la única institución que gozó del respeto de la clase gobernante fue la del partido oficial. La cohesión interna, la disciplina y la sumisión de sus miembros se debía al eje permanente del poder: el presidente de la república. El hombre elegido --por imposición, no por votos-- se apropió de la historia, del discurso, de los medios. Con la fuerza de su autoritarismo ahogó los espacios que pretendía abrir la oposición. Mitificó la revolución bajo una premisa reduccionista: con ella o contra ella. Apoyar a los regímenes surgidos de la revolución significaba estar con la patria, con la nación, con el progreso, con las causas más justas y legítimas de la sociedad. Criticarla en cambio era cosa de traidores, reaccionarios y vendepatrias.
De 1940 a 2000, diez presidentes gobernaron el país. Ninguno conoció límites. Cada uno marcó con su propio estilo --“el estilo personal de gobernar” le llamó Daniel Cosío Villegas-- su sexenio. El sistema político mexicano tuvo sesenta años para construir un país diferente al que entregaron con saldo negativo el 1 de diciembre de 2000: con cuarenta millones de pobres, corrupción en todas las esferas del gobierno, narcotráfico, descomposición social y una deuda externa impagable.
El artículo 89, fracción VI de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece que el Presidente de la República es el comandante supremo de las fuerzas armadas. Como tal, cada mandatario ha contado durante su gestión con un organismo encargado de velar por su seguridad que lo ha apoyado en el desarrollo de las actividades inherentes a su cargo. Este organismo ha tenido en el curso del tiempo diversas denominaciones, entre las cuales destacan: Ayudantía General, Estado Mayor Facultativo, Cuerpo Especial de Estado Mayor del Presidente de la República, hasta llegar a su nombre actual: Estado Mayor Presidencial.
Su origen se remonta al establecimiento de la República, cuando en 1824 el primer Presidente de México, el general Guadalupe Victoria, creó una Ayudantía General. Más tarde, el gobierno del general Mariano Paredes y Arrillaga decretó el 27 de julio de 1846 la creación de un Estado Mayor Facultativo, el cual estaría bajo las órdenes del titular del Poder Ejecutivo, quien reglamentaría sus labores.
Como Presidente de la República, en los años de 1853 y 1854, el general Antonio López de Santa Anna integró un cuerpo especial que denominó “Estado Mayor de su Alteza Serenísima”.
El 15 de septiembre de 1857, el general Ignacio Comonfort dispuso se publicara el acuerdo proclamado en Ayutla y decretado en Acapulco, mediante el cual se expedía el reglamento del Cuerpo Especial de Estado Mayor del Presidente de la República.
En 1888, el gobierno del general Porfirio Díaz Mori restableció el Cuerpo Especial de Estado Mayor, cuya misión consistía en velar por la seguridad personal del Presidente de la República obedeciendo además todas las órdenes que éste le encomendara. Posteriormente, el 7
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