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Cuento Hispanoamericano


Enviado por   •  12 de Octubre de 2011  •  1.389 Palabras (6 Páginas)  •  478 Visitas

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En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.

—Ése de allí, el que se parece a la hoja marrón con turquesa es mi hijo. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó una señora con bata azul.

—El mío es… el de la hoja sin color —respondió orgullosa la madre de Tinkus, sin darle importancia al defecto de la hoja.

Sorprendida y preocupada por aquella contestación, la señora azul agregó:

—Qué raro, nunca había visto una hoja sin color. Por un momento pensé que era morada con verde. Creo que debo ir al oculista.

Los años pasaron y aquello que sus padres y los demás adultos no vieron, los ojos de algunos niños lo exageraron: “Tinkus es un monstruo, Tinkus es un monstruo”, repitieron una y diecisiete veces más durante el recreo del primer día de escuela. Tinkus, sin entender por qué lo insultaban, retrocedió… hasta topar con el borde de un charco. Cuando sus compañeros estuvieron a punto de desenroscar sus lenguas para empujarlo, el profesor los sorprendió:

—¿¡Qué está pasando aquí!? —dijo el maestro más serio que de costumbre, conteniendo su enfado.

Los pequeños camaleones se pusieron tan pálidos del susto que, por un instante, creyeron que habían cogido la enfermedad de Tinkus y, pensando que era un castigo divino, se desesperaron por pedir perdón.

Los niños prometieron ser buenos compañeros y así lo hicieron, aunque sólo en apariencias. A partir de ese día, jugaron con Tinkus, es cierto, pero únicamente al escondite.

Tinkus dejó de salir a los recreos. Le valía un pimiento el poder mimetizarse, sólo quería ser como los demás… o que ellos fuesen como él. Una tarde, regresando de la escuela a su casa, Tinkus se tumbó junto a un arbusto de fresas y lloró todas las lágrimas que había almacenado. Después, exhausto, cayó dormido con la esperanza de que sus deseos se hicieran realidad.

Uno de los estudiantes, al pasar cerca del arbusto, se quedó boquiabierto.

—¿Tinkus? ¿Es Tinkus? ¡Milagro, es un milagro, puede mimetizarse!

Los gritos escandalosos de aquel niño despertaron a Tinkus.

—¡Sí, es verdad, es un milagro, puede mimetizarse, puede mimetizarse! —gritaron todos los que acudieron ante la buena nueva.

Tinkus se sintió el ser más feliz de la tierra. La turba lo alzó en brazos con la intención de llevarlo a la plaza principal y festejar. Sin embargo, cuando se distanciaron del arbusto de fresas, su color de piel no cambió, ¡seguía con los puntos rojos!

Maldito sarampión.

Tras diez días en cama, el cuerpo de Tinkus mejoró. Su esperanza continuó maltrecha por mucho más tiempo.

Los dos únicos doctores de aquella sociedad camaleónica analizaron exhaustivamente la incapacidad de mimetizarse de Tinkus. Ambos profesionales coincidieron en el diagnóstico: “¡Caramba, qué suerte que no es contagioso!”

Qué ineptos. Qué poca vocación. Qué falta de tacto. Tinkus dejó de confiar en los médicos y, previamente, había perdido la fe en la suerte al comprobar que un deseo no se hace realidad tras dormir. Pese a todo ello, aún le quedaba otra convicción. Una antigua leyenda decía que, al pasar la zona de la jungla dominada por las brujas, vivía un grillo sabio dedicado a ayudar a quienes el mundo consideraba incurables.

Tinkus no sintió ningún temor mientras se internaba en la parte más tenebrosa de la selva. Miraba hacia los rincones con ilusión, con los ojos saltones. No buscaba al Grillo. Deseaba que apareciese una de esas brujas en las que creía fervientemente. Le daba igual que fuese horrible o hermosa, siempre y cuando le lanzase un hechizo que resolviera su problema.

Para su desconcierto, no apareció ninguna

Al tercer amanecer, se dio por vencido, pero, afortunadamente, ya había andado lo suficiente.

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