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El Quijote De La Mancha


Enviado por   •  13 de Agosto de 2014  •  2.000 Palabras (8 Páginas)  •  247 Visitas

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El Quijote de la Mancha.

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Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha. (cambie el color del párrafo)

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordar-me, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo mas vaca que carnero, salpicón las mas noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluía sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraban con su valor de lo más fino. Ten?a en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.

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Quieren decir que ten?a el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que desde caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración de l no se salga un punto de la verdad.

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Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los mas del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvido casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llego a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas anegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevo a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intricadas razones suyas le parecían de perlas, y mas cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sin razón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra hermosura. Y también cuando leía: [...] los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.

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Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y se desvelaba por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belian?s daba y recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar ü que era hombre docto, graduado en Sig¨ enzaü , sobre cual había sido mejor caballero: Palmer?n de Inglaterra o Amad?s de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amad?s de Gaula, porque ten?a muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

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En resolución, e l se enfrasco tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le seco el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenándosele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentándose de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella maquina de aquellas sonadas son todas las invenciones que leía, que para e l no había otra historia mas cierta en el mundo. Decía e l que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no ten?a que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldan el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogo a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, e l solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y mas cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robo aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia.

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