El aprendizaje humano
Enviado por josefrancisco123 • 13 de Junio de 2013 • Informe • 1.803 Palabras (8 Páginas) • 264 Visitas
El aprendizaje humano
En alguna parte dice Graham Greene que «ser humano es también un deber». Se
refería probablemente a esos atributos como la compasión por el prójimo, la solidaridad
o la benevolencia hacia los demás que suelen considerarse rasgos propios de las
personas «muy humanas», es decir aquellas que han saboreado «la leche de la humana
ternura», según la hermosa expresión shakespeariana. Es un deber moral, entiende
Greene, llegar a ser humano de tal modo. Y si es un deber cabe inferir que no se trata de
algo fatal o necesario (no diríamos que morir es un «deber», puesto que a todos
irremediablemente nos ocurre): habrá pues quien ni siquiera intente ser humano o quien
lo intente y no lo logre, junto a los que triunfen en ese noble empeño. Es curioso este
uso del adjetivo «humano», que convierte en objetivo lo que diríamos que es inevitable
punto de partida. Nacemos humanos pero eso no basta: tenemos también que llegar a
Serlo. ¡Y se da por supuesto que podemos fracasar en el intento o rechazar la ocasión
misma de intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran poeta griego, recomendó
enigmáticamente: «Llega a ser el que eres.»
Desde luego, en la cita de Graham Greene y en el uso común valorativo de la
palabra se emplea «humano» como una especie de ideal y no sencillamente como la
denominación específica de una clase de mamíferos parientes de los gorilas y los
chimpancés. Pero hay una importante verdad antropológica insinuada en ese empleo de
la voz «humano»: los humanos nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo hasta
después. Aunque no concedamos a la noción de «humano» ninguna especial relevancia
moral, aunque aceptemos que también la cruel lady Macbeth era humana —pese a serle
extraña o repugnante la leche de la humana amabilidad— y que son humanos y hasta
demasiado humanos los tiranos, los asesinos, los violadores brutales y los torturadores
de niños... sigue siendo cierto que la humanidad plena no es simplemente algo
biológico, una determinación genéticamente programada como la que hace alcachofas a
las alcachofas y pulpos a los pulpos. Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que
definitivamente son, lo que irremediablemente van a ser pase lo que pase, mientras que
de los humanos lo más que parece prudente decir es que nacemos para la humanidad.
Nuestra humanidad biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un
segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la relación con
otros humanos se confirme definitivamente el primero. Hay que nacer para humano,
pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos contagian su humanidad a
propósito... y con nuestra complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad
natural pero también deliberación artificial: llegar a ser humano del todo —sea humano
bueno o humano malo— es siempre un arte.
EL VALOR DE EDUCAR
A este proceso peculiar los antropólogos lo llaman neotenia. Esta palabreja quiere
indicar que los humanos nacemos aparentemente demasiado pronto, sin cuajar del todo:
somos como esos condumios precocinados que para hacerse plenamente comestibles
necesitan todavía diez minutos en el microondas o un cuarto de hora al baño María tras
salir del paquete... Todos los nacimientos humanos son en cierto modo prematuros:
nacemos demasiado pequeños hasta para ser crías de mamífero respetables.
Comparemos un niño y un chimpancé recién nacidos. Al principio, el contraste es
evidente entre las incipientes habilidades del monito y el completo desamparo del bebé.
La cría de chimpancé pronto es capaz de agarrarse al pelo de la madre para ser
transportado de un lado a otro, mientras que el retoño humano prefiere llorar o sonreír
para que le cojan en brazos: depende absolutamente de la atención que se le preste.
Según va creciendo, el pequeño antropoide multiplica rápidamente su destreza y en
comparación el niño resulta lentísimo en la superación de su invalidez originaria. El
mono está programado para arreglárselas sólito como buen mono cuanto antes —es
decir, para hacerse pronto adulto—, pero el bebé en cambio parece diseñado para
mantenerse infantil y minusválido el mayor tiempo posible: cuanto más tiempo dependa
vitalmente de su enlace orgánico con los otros, mejor. Incluso su propio aspecto físico
refuerza esta diferencia, al seguir lampiño y rosado junto al monito cada vez más
velludo: como dice el título famoso del libro de Desmond Morris, es un «mono
desnudo», es decir un mono inmaduro, perpetuamente infantilizado, un antropoide
impúber junto al chimpancé que pronto diríase que necesita un buen afeitado...
Sin embargo, paulatina pero inexorablemente los recursos del niño se multiplican en
tanto que el mono empieza a repetirse. El chimpancé hace pronto bien lo que tiene que
hacer, pero no tarda demasiado en completar su repertorio. Por supuesto, sigue
esporádicamente aprendiendo algo (sobre todo si está en cautividad y se lo enseña un
humano) pero ya proporciona pocas sorpresas, sobre todo al lado de la aparentemente
inacabable disposición para aprender todo tipo de mañas, desde las más sencillas a las
más sofisticadas, que desarrolla el niño mientras crece. Sucede de vez en cuando que
algún entusiasta se admira ante la habilidad de un chimpancé y lo proclama «más
inteligente que los humanos», olvidando desde luego que si un humano mostrase la
misma destreza pasaría inadvertido y si no mostrase destrezas mayores sería tomado por
imbécil irrecuperable. En una palabra, el chimpancé —como otros mamíferos
superiores— madura antes que el niño humano pero también envejece mucho antes con
la más irreversible de las ancianidades: no ser ya capaz de aprender nada nuevo. En
cambio, los individuos de nuestra especie permanecen hasta el final de sus días
inmaduros, tanteantes y falibles pero siempre en cierto sentido juveniles, es decir,
abiertos a nuevos saberes. Al médico que le recomendaba cuidarse si no quería morir
joven, Robert Louis Stevenson le repuso: «¡Ay, doctor, todos los hombres
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