Mi Vida Con La Ola
Enviado por rodrigo9999mmmm • 7 de Diciembre de 2014 • 1.893 Palabras (8 Páginas) • 183 Visitas
Mi vida con la ola. (Octavio Paz)
mayo 9, 2007 in Escritores y sus obras, Libros
Cuando dejé aquel mar, una ola se adelanto entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: “Su decisión estaba tomada. No podía volver.” Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio, amenazo. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presente en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevo el vaso a los labios: -Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor: -Este individuo echo sal al agua. El Conductor llamo al Inspector: -¿Conque usted echo substancias en el agua? El Inspector llamo al Policía en turno: -¿Conque usted echo veneno al agua? El Policía en turno llamo al Capitán: – ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamo a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: “El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?”. Una tarde me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo: -Bueno, ya esta libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, por que la próxima le costara caro… Y me miro con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste? -Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambio mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se lleno de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es
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