PAQUE SE ACABE LA VAINA
Enviado por SIRLEY83 • 23 de Abril de 2014 • 1.836 Palabras (8 Páginas) • 738 Visitas
Fragmento de 'Pa que se acabe la vaina', un nuevo ensayo de este escritor sobre nuestra realidad.
Al período que va de 1880 a 1930 lo llamamos en Colombia la república conservadora. Corresponde a la Constitución centralista de 1886 y tuvo comienzo con el gobierno de la Regeneración, que sometió al país a una alianza entre los terratenientes y el clero, prohibió la lectura libre durante buena parte del siglo, educó al país en el racismo, la intolerancia con las ideas distintas, la mezquindad como estilo de vida y el irrespeto por los derechos de los ciudadanos.
En el país más mestizo del continente, donde las uniones maritales se daban de hecho entre gentes de todas las razas, no hubo nada más perseguido que el amor libre y nada más discriminado que los hijos de uniones no bendecidas por la Iglesia, que eran seguramente la mayoría. ¿Cómo puede quererse a sí mismo un país que crece en el odio por los indios y los negros, que son el origen irrenunciable de la mayoría de la población? ¿Cómo puede crecer sin intolerancia y sin resentimiento un país donde los hijos del amor son proscritos y considerados ciudadanos de segunda categoría?
Cuando intentaban ser católicos, esos mismos hijos del amor libre se encontraban con la discriminación y el maltrato. De ese modo, muchos seres que hallaban en la doctrina cristiana de amor y de igualdad, de respeto y de compasión, un consuelo frente a las dificultades del mundo y una promesa de dignidad y de afecto vieron burlada su fe íntima por una alianza innoble de los poderes eclesiásticos con los poderes del mundo, y si algo hay que decir es que el Cristo original de los pobres y de los mansos era traicionado por los mercaderes en el propio templo.
Esa es la más grave culpa de la Iglesia católica y de sus viejos prelados, y está en la raíz de todos los males de Colombia. Es el estigma que la Iglesia, aliada de mil maneras con el poder político e incluso con el poder militar, trazó sobre la frente de la nación, y ese es el tamaño de la deuda histórica que ese poder clerical cerrado y fanático tiene con el país, una deuda que no alcanzará a verse compensada con todas sus caridades y sus buenos ejemplos.
Pero también es grande la responsabilidad de la Iglesia en la persecución y satanización del pensamiento liberal, no sólo porque sabía que iba a moderar su influencia sobre los ciudadanos, a proteger a los no creyentes, a los no practicantes y a los hijos de las uniones libres, sino porque iba a poner en cuestión las propiedades de la Iglesia, que en Colombia apenas fueron comparables con las del ejército.
Así contribuyeron las sotanas y las bayonetas a la perpetuación en Colombia de una Edad Media más tenebrosa que en cualquier otro lugar del continente. Basta recordar que hace apenas un cuarto de siglo quienes querían contraer matrimonio civil tenían que ir a cualquiera de los países vecinos, Venezuela, Panamá o Ecuador, porque en Colombia, que vivía envanecida de su supuesta modernidad, el único matrimonio con validez legal era el católico.
Basta pensar que todavía hoy, cuando hasta el pontífice romano predica en Río de Janeiro que nada les conviene tanto a las sociedades como el Estado laico, que permite a las religiones convivir y entregarse a predicar sus valores, a formar a sus fieles en una ética del respeto y la responsabilidad, todavía hoy en el ápice del poder colombiano hay gobernantes que hablan con el dogmatismo de los viejos obispos y sombríos funcionarios cuyas providencias se rigen menos por la Constitución que por la Inquisición.
La élite que heredó la república y la dominó durante dos siglos fue la encargada de perpetuar el discurso colonial. Durante mucho tiempo el modelo escolar estaba hecho para reproducir unas cuantas verdades eternas: que había unas metrópolis a las que había que imitar en todo; que la Iglesia católica era el único credo, fuera del cual no hay salvación; que el matrimonio por la Iglesia era la única fuente de legitimidad social; que Colombia era un país blanco, católico, de origen europeo; que nuestro deber era hablar una lengua de pureza castiza, y que la democracia sólo exigía respeto absoluto por las autoridades, sometimiento total a las normas, obediencia al Estado y a sus fuerzas armadas.
El lenguaje fue pues utilizado inicialmente para unir al país a través de la ortodoxia clerical y la descalificación de toda disidencia. El relato de la nación se articulaba en los púlpitos. Pero como mucha gente quedaba por fuera de ese estatuto ideológico tan cerrado y tan lleno de hipocresía, el poder económico, el poder religioso, el poder de la escuela y el poder del Estado fueron utilizados para someter por cualquier medio a todo aquel que no se sintiera incluido en el orden de la república.
Pero los que se sometían no por ello merecieron ser tratados como ciudadanos. La república no era el nombre de un proyecto nacional coherente sino el nombre de un conjunto de negocios particulares, de proyectos de casta y de iniciativas de los poderosos, y el papel de la comunidad era someterse a sus prioridades, aceptar el lugar de quien no ha sido invitado a la fiesta, y sólo puede estar allí en condición de servidor o de intruso. Hasta un nombre se inventó para los que pretendieron asumir esa condición de igualdad que mentía la doctrina, pero que la realidad continuamente negaba: “igualados”.
Es un fenómeno que podemos advertir en la mezquindad de los espacios públicos. Cuando uno visita Francia o España, Brasil o Argentina, lo
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