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Plagio: Contar un cuento, de Augusto Roa Bastos


Enviado por   •  22 de Noviembre de 2014  •  Informe  •  2.026 Palabras (9 Páginas)  •  272 Visitas

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Plagio: Contar un cuento, de Augusto Roa Bastos

Enviado por memoriosa el 23 Mayo 2006 - 5:07am

Contar un cuento.

Cuento original del gran escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, cuyo último párrafo fue colgado como propio por un usuario de este foro en "Cuentos, relatos, ficciones..." bajo el título de "La sonrisa burlona" :

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¿Quién me puede decir que eso no sea cierto? — farfulló pausadamente, con su habitual tono entre sarcástico y circunspecto, adelantándose a una improbable objeción sobre lo que acababa de decir y que resultaba increíble aun contado por él.

— Pero hay una realidad que no se puede falsear impunemente— apuntó alguien no con ánimo de rebatirle desde luego sino de aguijonearlo un poco.

— ¿Cómo? —se hizo repetir la frase apantallándose la oreja con la mano, despectivamente — Claro, eso que la gente satisfecha llama la verdad de las cosas. ¡Ahí los quiero ver! ¿Alguien ha vivido demasiado para saber todo lo que hay que saber? ¿Y qué es lo que al final le queda al que más sabe? Esto... —dijo haciendo sonar las uñas con el gesto irrisorio de matar una pulga — . ¿Quién puede adivinar los móviles de los actos más simples o más complicados y desesperados? El que estemos aquí como moscas friolentas esperando algo que no se produce, reunidos nada más que por la fuerza de la costumbre. El de ese hombre del barrio de emergencia que comienza a devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar de vecinos aterrorizados a los que amenaza con un revólver. ¿Locura de amor, de celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote casero? Ahora está de moda hablar de la realidad. Típico reflejo de inseguridad, de incertidumbre. La gente quiere ver, oler, tocar, pinchar la burbuja de su soledad. ¿Pero qué es la realidad? Porque hay lo real de lo que no se ve y hasta de lo que no existe todavía. Para mí la realidad es lo que queda cuando ha desaparecido toda la realidad, cuando se ha quemado la memoria de la costumbre, el bosque que nos impide ver el árbol. Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla. Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es lo que queda? Nada, pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear los ojos. Toquen la punta de esa mesa, o una tecla en el piano. ¿Hay algo más fantástico que el tacto de la madera en la yema de un dedo, que ese sonido que vibra un momento y se apaga?... —se puso los dedos sobre los labios para desinflar despacito la pompa de un eructo — . ¿Y la vida de un hombre? Pero es que alguien sabe de ese condenado a muerte algo más que los garabatos que deja arañados en las paredes de su celda. Y a veces esos borrones despistan todavía más porque los cargamos con nuestra propia agonía o indiferencia... — el picor de la acidez se le demoró un instante en el fruncimiento del ceño, en la comisura de los labios.

Nos miramos disimuladamente; era muy raro que el gordo se pusiera patético o sentimental. Ahora mismo sus ojillos semicerrados desmentían, sardónicos, sus palabras.

— ¿Saben lo que pasa? Se habla demasiado. El mundo está envenenado por las palabras. Son la fuente de la mayor parte de nuestros actos fallidos, de nuestros reflejos, de nuestras frustraciones. La palabra es la gran trampa, la palabra vieja, la palabra usada. Es muy cierto eso de que empezamos a morir por la boca como los peces. Yo mismo hablo y hablo. ¿Para qué? Para sacar nuevas capas a la cebolla. Por ahí no se va a ningún lado. Habría que encontrar un nuevo lenguaje, y mejor todavía un lenguaje de silencio en el que nos podamos comunicar por levísimos estremecimientos, como los animales —¿no se dan cuenta qué libres son ellos? — , por leves alteraciones de esta acumulación de ondas congestionadas que hay en nosotros como un forúnculo a punto de reventar. Un pestañeo apenas visible resumiría todos los cantos de la Ilíada, incluso los que se perdieron. Un pliegue de labios, todo Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes, tan aburridos e inentendibles ya. Los gestos más largos expresarían los hechos más simples: el hambre, el odio, la indiferencia. El amor sería aún más simple: una mirada y en esa mirada, un hombre y una mujer desnudos, pero desnudos de veras, por dentro y por fuera, pero conservando todo su misterio... ¡Qué sé yo! Nadie sabe nada de nada. En esta carrera nadie tiene la precisa. Pónganle la firma... — su expresión volvía a ser apacible, neutra —.Si en el país de los ciegos te falta un ojo, quítate el otro, solía decir mi abuelo, un viejo alcahuete que supo andar en la lluvia sin mojarse. Y tenía razón. Lo que no quiere decir que un ciego sea precisamente el testigo de lo invisible, aunque a veces... —se interrumpió como si de pronto se le hubiese escapado la idea que quería expresar; y tras una pausa, semblanteándonos fijamente uno por uno — : Ya Séneca decía hace dos mil años: "¿Con quién podríamos comunicar?" ¿Y qué corno sé yo, por qué no se lo preguntan a Mongo?

Él mismo tenía un aire de apacible, inerte, fofa irrealidad. Aun en el momento de hablar y mover unas manos pálidas y blanduzcas de pianista en relâche. Obeso y enorme, desbordaba el sillón en que se había arrellanado. Su cuerpo estaba anclado en algo más que en el peso de la carne y su invencible molicie. El mismo aire que se cernía sobre él parecía aplastarlo, deformarlo, hinchándolo y deshinchándolo desde adentro en la respiración. En el semblante apoplético la boca, que no había perdido del todo su bello dibujo, era lo único que resistía la desvastación. Encerrados en la masa del tejido adiposo parecía haber dos hombres que no querían saber nada entre sí. Habían crecido juntos, se habían fundido finalmente, pero aún trataban de contradecirse, de ignorarse, y ya ninguno de los dos tenía remedio, al menos el uno en el otro. La ronca y monótona voz servía sin embargo a uno y a otro, por igual, sin favoritismos.

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