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Enviado por   •  7 de Enero de 2014  •  21.228 Palabras (85 Páginas)  •  218 Visitas

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Pedro Antonio de Alarcón

EL CAPITÁN VENENO

1 - HERIDAS EN EL CUERPO: UN POCO DE HISTORIA POLÍTICA

La tarde del 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces extranjero grito de ¡Viva la República!, y el Ejército de la Monarquía española (traído o creado por Ataúlfo, reconstituido por don Pelayo y reformado por Trastamara), de que a la sazón era jefe visible, en nombre de doña Isabel II, el Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, don Ramón María Narváez. Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen y coyuntura aquellos lamentables acontecimientos.

NUESTRA HEROÍNA

En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel entonces y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto es, sin la compañía de hombre alguno, tres buenas y piadosas mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y estado social, puesto que éranse que se eran una señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya, joven soltera, natural de Madrid y bastante guapa, aunque de tipo diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su padre), y una doméstica, imposible de filiar o describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada hasta cierto punto en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que pertenecía a la especie humana...

La mencionada joven parecía el símbolo, o representación viva con faldas, del sentido común, tal equilibrio había entre su hermosura y su naturalidad, entre su elegancia y su sencillez, entre su gracia y su modestia. Facilísimo era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio; pero imposible que nadie dejara de admirarla y de prendarse de sus múltiples encantos, luego que fijase en ella la atención. No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas, aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas, no bien se presentan en un salón, teatro, o paseo, y que comprometen o anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre, sea el mismísimo Preste Juan de las Indias...

Era un conjunto sabio y armónico de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa regularidad no entusiasmaban al pronto, como no entusiasman la paz ni el orden, como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase que aquella diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud en tal forma y manera, que no se la creyese pagada de sí misma, ni presuntuosa, ni incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles de Dios diciendo a todo el mundo: Esta casa se vende... o se alquila.

Pero no nos detengamos en floreos ni dibujos, que es mucho lo que tenemos que referir, y poquísimo el tiempo de que disponemos.

NUESTRO HÉROE

Los republicanos disparaban contra la tropa desde la esquina de la calle de Peregrinos y la tropa disparaba contra los republicanos desde la Puerta del Sol, de modo y forma que las balas de una y otra procedencia pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo, si ya no era que iban a dar en los hierros de sus rejas, haciéndoles vibrar con estridentes ruidos e hiriendo de rechazo persianas, maderas y cristales. Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y expresión, era el terror que sentían la madre... y la criada.

Temía la noble viuda, primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último término por sí propia; y temía la gallega, ante todo, por su querido pellejo: en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas, pues la tinaja del agua estaba casi vacía, y el panadero no había aparecido con el pan de la tarde, y, en tercer lugar, un poquitillo por los soldados o paisanos hijos de Galicia que pudieran morir o perder algo en la contienda.

Y no hablamos del terror de la hija, porque, ya lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su alma, más varonil que femenina, era el caso que la gentil doncella, desoyendo consejos y órdenes de la madre y lamentos o aullidos de la criada, ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en cuando a las habitaciones que daban a la calle, y hasta abría las maderas de alguna reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la lucha.

En una de esas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que las tropas habían ya avanzado hasta la puerta de aquella casa, mientras que los sediciosos retrocedían hacia la plaza de Santo Domingo, no sin continuar haciendo fuego por escalones, con admirable serenidad y bravura. Y vio asimismo que a la cabeza de los soldados, y aun de los oficiales y jefes, se distinguía por su enérgica y denodada actitud y por las ardorosas frases con que los arengaba a todos, un hombre como de cuarenta años, de porte fino y elegante, y delicada y bella, aunque dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de nervios, más bien alto que bajo, y vestido medio de paisano, medio de militar. Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con los tres galoncillos de la insignia de capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de oficial de infantería, canana y escopeta de cazador... no del ejército, sino de conejos y perdices.

Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan singular personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por considerarlo sin duda más terrible que todos los otros, o suponerlo General, Ministro, o cosa así, y el pobre capitán, o lo que fuera, cayó al suelo, como herido de un rayo y con la faz bañada en sangre; en tanto que los revoltosos huían alegremente, muy satisfechos de su hazaña, y que los soldados echaban a correr detrás de ellos, anhelando vengar al infortunado caudillo.

Quedó, pues, la calle sola y muda, y en medio de ella, tendido y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado todavía, y a quien manos solícitas y piadosas pudieran tal vez librar de la muerte... La joven no vaciló un punto: corrió adonde estaban su madre y la doméstica; explicóles el caso; díjoles que en la calle de Preciados no había ya

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