SIMON EL MAGO.
Enviado por mafemolina • 16 de Agosto de 2016 • Biografía • 7.529 Palabras (31 Páginas) • 375 Visitas
SIMON EL MAGO
Entre mis paisanos criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en grande. ¡Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día entero en esa despensa tan oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amen de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar toda reprensión. ¡Estos rigores paternales, bendito sea Dios, no me tocaron! ¡Sólo una vez en mi vida tuve de probar el amargor del látigo! Con decir que fui el último de los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura. Todos en la casa me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; ¡y mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el mío lo consagré a Frutos! Al darme cuenta de que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara. Frutos corría con la limpieza y arreglo de mi persona; y con tal maña y primor lo hacía, que ni los estregones de la húmeda toalla me molestaban cuando me limpiaba "esa cara de sol", ni sufría sofocones cuando me peinaba, ni me lastimaba cuando con una aguja y de un modo incruento extraía de mis pies una cosa que ... no me atrevo a nombrar. Frutos me enseñaba a rezar, me hacía dormir y velaba mi sueño; despertábame a la mañana con el tazón de chocolate. ¿Qué más? Cuando, antes del almuerzo, llegaba de la escuela, ya estaba Frutos esperándome con la arepa frita, el chicharrón y la tajada. Lo mejor de las comidas delicadas en cuya elaboración intervenía Frutos -que casi siempre consistían en chocolate sin harina, conservón de brevas y longanizas-, era para mí. ¡Válgame Dios! ¡Y las industrias que tenía! Regaba afrecho al pie del naranjo; ponía en el reguero una batea recostada sobre un palito; de éste amarraba una larga cabuya cuyo extremo cogía, yendo a esconderse tras una mata de caña a esperar que bajara el "pinche" a comer... Bajaba el pobre, y no bien había picoteado, cuando Frutos tiraba, y ¡zas!... ¡Debajo de la batea el pajarito para mí! Cogía un palo de escoba, un recorte de pañete y unas hilachas; y, cose por aquí, rellena por allá, me hacía unos caballos de ojo blanco y larga crin, con todo y riendas, que ni para las envidias de los otros muchachos. De cualquier tablita y con cerdas o hilillos de resorte me fabricaba unas guitarras de tenues voces; y cátame a mí punteando todo el día. ¡Y los atambores de tarros de lata! ¡Y las cometillas de abigarrada cola! Con gracejo para mí sin igual contábame las famosas aventuras de Pedro Rimales -Urde, que llaman ahora-, que me hacían desternillar de risa; transportábame a la "Tierra de Irasynovolverás", siguiendo al ave misteriosa de "la pluma de los siete colores", y me embelesaba con las estupendas proezas del "patojito", que yo tomaba por otras tantas realidades, no menos que con el cuento de "Sebastián de las Gracias", personaje caballeresco entre el pueblo, quien lo mismo echa una trova por lo fino, al compás de acordada guitarra que empunta alguno al otro mundo de un tajo, y cuya narración tiene el encanto de llevar los versos con todo y tonada, lo cual no puede variarse so pena de quedar la cosa sin autenticidad.
Con vocecilla cascada y sólo para solazarme entonaba Frutos unos aires del país - dizque se llamaban "Corozales"-, que me sacaban de este mundo: ¡tan lindos y armoniosos me parecían! Respetadísimos eran en casa mis fueros. Pretender lo contrario estando Frutos a mi lado era pensar en lo imposible. Que "¡Este muchacho está muy malcriado!", decía mi madre; que "¡Es tema que le tienen al niño!", replicaba Frutos; que "¡Hay que darle azote!", decía mi padre; que "¡Eso sí que no lo verán!", saltaba Frutos, cogiéndome de la mano y alzando conmigo; y ese día se andaba de hocico, que no había quién se le arrimase. ¡Y cuando yo le contaba que en la escuela me habían castigado! ¡Virgen Santa! ¡Las cosas que salían de esa boca contra ese judío, ese verdugo de maestro; contra mamá, porque era tan madre de caracol y tan de arracacha que tales cosas permitía; contra mi padre, porque era tan de pocos calzones que no iba y le metía unos sopapos a ese viejo malaentraña! Con ocasión de uno de mis castigos escolares se le calentaron tanto las enjundias a Frutos, que se puso a la puerta de la calle a esperar el paso del maestro; y apenas lo ve se le encara midiéndole puño, y con enérgicos ademanes exclama: "¡Ah, maldito! ¡Pusiste al niño com'un Nazareno! Mío había de ser... pero mirá: ¡ti había di'arrancar esas barbas de chivo!". Y en realidad parecía que al pobre maestro no le iba a quedar pelo de barba. El dómine, que fuera de la escuela era un blando céfiro, quedóse tan fresco como si tal cosa; y yo "me la saqué", porque Frutos en los días de azote o férula me resarcía con usura, dándome todas las golosinas que topaba y mimándome con mil embelecos y dictados a cual más tierno: entonces no era yo "El niño" solamente, sino "Granito di'oro", "Mi reinito", y otras cosas de la laya. En casa el de más ropa que relevar era yo, porque Frutos se lamentaba siempre de que "el niño" estaba en cueros, y empalagaba tanto a mi madre y a mis hermanas, que, quieras que no, me tenían que hacer o comprar vestidos; no así tal cual, sino al gusto de Frutos. De todo esto resultó que me fui abismando en aquel amor hasta no necesitar en la vida sino a Frutos, ni respirar sino por Frutos, ni vivir sino para Frutos; los demás de la casa, hasta mis padres, se me volvieron costal de paja. ¿Qué vería Frutos en un mocoso de ocho años para fanatizarse así? Lo ignoro. Sólo sé que yo veía en Frutos un ser extraordinario, a manera de ángel guardián; una cosa allá que no podía definir ni explicarme, superior, con todo, a cuanto podía existir. ¡Y venir a ver lo que era Frutos! Ella -porque era mujer y se llamaba Fructuosa Rúa- debía de tener en ese entonces de sesenta años para arriba. Había sido esclava de mis abuelos maternos. Terminada la esclavitud se fue de la casa, a gozar, sin duda, de esas cosas tan buenas y divertidas de la gente libre. No las tendría todas consigo, o acaso la hostigarían, porque años después hubo de regresar a su tierra un tanto desengañada. ¡Y cuenta que había conocido mucho mundo, y, según ella, disfrutado mucho más! Encontrando a mi madre, a quien había criado, ya casada y con varios hijos, entró a nuestra casa como sirvienta en lo de carguío y crianza de la menuda gente. Por muchos años desempeñó tal encargo con alguna jurisdicción en las cosas de buen comer, y llevándola siempre al estricote con mi madre a causa de su genio rascapulgas y arriscado, si bien muy encariñada con todos allá a su modo, y respetando mucho a mi padre a quien llamaba "Mi Amito". Mi madre la quería y la dispensaba las rabietas y perreras. Frutos había tenido hijos; pero cuando mi crianza no estaba con ella, y no parecía tenerles mucho amor, porque ni los nombraba ni les hacía gran caso cuando por casualidad iban a verla. Por causa de la gota que padecía casi estaba retirada del servicio cuando yo nací; y al encargarse del benjamín de la casa hizo más de lo que sus fuerzas le permitían.
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