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Producción y comprensión de textos


Enviado por   •  16 de Febrero de 2016  •  Ensayo  •  1.843 Palabras (8 Páginas)  •  264 Visitas

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Colegio Fray Luis Amigó. Castellano. 3er Año. Prof. Bárbara D’Ambruoso

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Taller: producción y comprensión de textos

Parte I. Comprensión

  1. ¿Cuál es la temática tratada en el texto? Justifique su respuesta.
  2. Subraye, según su criterio, cuáles son los argumentos que sostiene la autora en el texto.
  3. ¿Cuáles son las conductas, los hábitos y formas de pensar de la sociedad venezolana? Refiera y explique.
  4. De acuerdo con punto de vista, ¿cuál cree que es el propósito de este texto? Considere la postura del escritor, lector y texto revisado en clase.

Felices y chéveres por Gisela Kozak

Venezuela es un país dado a las estadísticas. Cómo y con cuáles criterios fue hecha la medición no es especialmente importante, sobre todo si nos coloca entre los diez primeros países en «algo», cualquier cosa. Hasta los políticos echan mano de datos que anuncian, por ejemplo, que los venezolanos somos conmovedoramente felices, hombres y mujeres flotando en bienestar, vitalidad y la más pura alegría. Que otras cifras –inseguridad e inflación– también nos pongan en primeros lugares más bien refuerza nuestro éxito, pues no cualquier sociedad cuenta con tanto talento para enfrentar la adversidad con estupendo espíritu. Sería pues un modo de estar en el mundo afincado en una profunda consonancia con lo que nos rodea.

En este momento escribo sentada frente a un ventanal, una brisa fresca y levísima se filtra por las hojas de los jabillos que tamizan la luz de la mañana para quitarle su picor deslumbrante. Oigo una música estupenda – ¿la guitarra de Aquiles Báez, la voz de Magdalena Kožená, el piano de Gabriela Montero, el violín de Nigel Kennedy, la voz de Simón Díaz?– y la vida parece estar en paz. Me siento muy bien, claro. Pero esta consonancia entre estado personal y entorno no es permanente en nadie y, desde luego, para mí sería complicado si me preguntasen si soy feliz en términos de ser venezolana y vivir en la Venezuela actual. Dudo mucho que este sea «el mejor país del mundo», tampoco creo que el peor, pero la felicidad colectiva en un país con un sinnúmero de problemas no deja de llamar la atención. ¿Diferencias de clase? ¿Será verdad que las políticas sociales generan bienestar en los sectores populares y, por lo tanto, las quejas provienen de grupos insatisfechos con la cojitranca modernidad venezolana de edificios de lujo con calles rotas? Dice Pedro Trigo en La cultura del barrio que esta, a la que califica de suburbana, y la de los sectores urbanos se distinguen porque aunque todos aspiramos a salud, educación, justicia, seguridad y servicios públicos, entendemos de manera distinta las vías para obtenerlos de acuerdo a nuestras aspiraciones precisas y nuestros modos de existir. Pero me interesa destacar de Trigo la existencia en nuestra gente popular de una indomable voluntad de vivir que quizás sea la recóndita razón de tan sorprendente tendencia al bienestar. Y, desde luego, en Venezuela ser «amargado» desprestigia. Andar con cara muy seria no es bien visto entre nosotros.

¿Felices?

Paso de largo frente a fenómenos como la inflación, la inseguridad, la pobreza, el desempleo, el desabastecimiento, la polarización política, la violencia doméstica y la paternidad irresponsable. Somos felices y punto. Olvídense de las caras amarradas en el Metro, son efecto de una «sensación de amargura» que no tiene que ver con la realidad. No exageremos respecto a la descortesía rampante en nuestro subterráneo: cuando una joven madre aferra a su bebé aterrada en medio del aluvión de cuerpos que entran y salen, siempre habrá un alma caritativa que la ayude por cada doscientos conciudadanos dispuestos a seguir empujando. El vagón de embarazadas, personas mayores, cochecitos para bebé y discapacitados puede convertirse en un verdadero chiste. En el Metro oí un «pa’lante es pa’dentro, maestro», expresión de doble sentido de un hombrón alto con los pantalones a punto de caer, palabras que hacen reír a unos muchachos todos sentados mientras las amas de casa con las bolsas se calaban su trayecto de pie. Una mujer mayor decidida y de aspecto humilde los mandó a pararse y ellos dieron los asientos de mala gana. Simpatía abundante, la misma simpatía del enjambre de motorizados que no le permite a los carros cambiar de canal en la autopista. Porque, lector(a): somos la gente no solo más feliz sino también la más simpática del mundo, la gran raza de los chéveres. Esos motorizados plenos de amor al prójimo se colocan debajo de los puentes de las autopistas cuando llueve y ocupan uno o dos canales con la consiguiente tranca de la vía. Hay que tener compasión, no sea que los pobres se resfríen y no puedan ganarse el sustento. Dejemos las necedades de la gente que viaja y se da  cuenta de los impermeables que los motorizados usan en Bogotá, otrora tan mal vista entre los venezolanos por fea, rural y peligrosa. Nada, aquí no se usan impermeables y hace mucho calor. Nuestros centauros, además, merecen las aceras y ay de quien se atreva a sugerir que son para peatones, puede quedar maltratado con algún insulto relativo a su aspecto, sexo o edad: «vieja», «gorda de mierda», «viejo marico», «puta», y paro aquí porque soy una dama… No nos engañemos, ser varón en Venezuela pasa por no ser pendejo, por ser un «arrecho», que no es lo mismo que un «arrechito»: el arrechito es uno que quiere ser arrecho pero no tiene con qué.

¿Realmente somos así? ¿No será esta parrafada una muestra de esa curiosa oscilación nacional entre el todo y el nada? ¿Entre el somos lo peor y somos lo máximo?

Caracas muerde, indica el título del libro de Héctor Torres. A veces está insoportablemente sucia, la agresividad vence y el crimen campea, pero en ella viven los que «aman, sufren y esperan», la abuela que cuida al nieto y le lee cuentos mientras la hija y el yerno trabajan; el padre supervaronil que lleva a la hija a la escuela en moto con buenos cascos y un morral fucsia en la espalda; el vecino que les carga las bolsas a las señoras; el novio de mi sobrina que vino a mi apartamento a matar una rata en acto de bravía virilidad que agradeceré hasta mi muerte. Esos mismos motorizados que nos atribulan en calles y avenidas son capaces de salir a la medianoche a comprarle una medicina a un vecino grave en un hospital o una empanada a una mujer que espera para ser atendida en el Clínico. La misma mamita mi reina que nos maltrata en una tienda, versión femenina retrechera del arrecho, ayuda a una anciana a subir una escalera y se empuja a acompañar a una amiga a visitar al novio preso. Esas muchachas de clase media que hablan a todo volumen en la mesa de al lado del restaurante y piensan que todo se lo merecen al colegir por la conversación, pudieron irse a vivir al extranjero pero prefirieron quedarse aquí y curan tiroteados en el hospital Pérez Carreño. Alguno de los chamos con plata que nos revientan los oídos con la música infernal de los monstruosos aparatos de sonido de sus camionetas, tal vez meta esa misma camioneta en el barro para ayudar a la gente en las lluvias. Gestos de solidaridad más familiar que cívica, más de bondad cristiana que de sentido del deber, conductas de «boyscout», diría alguien malintencionado. Tal vez, pero a veces se nos olvida que en medio de esta generalizada inconsciencia de los límites y derechos de los demás, los más simpáticosfeliceschéveres somos gente como cualquier otra en cualquier parte. Quizás nuestro problema cultural tenga que ver con que somos millones de espacios privados que no hemos logrado todavía un buen ensamblaje en el espacio público. Temerosos de los demás desplegamos la antipatía como escudo ante el otro visto como abusador, como alguien que viene a jodernos. Hombres y mujeres desplegamos esa antipatía de manera diversa. En un hombre es disculpable parársele en treinta a otro y ser frontal; en una mujer tal conducta puede ser muy mal vista en círculos académicos, intelectuales, profesionales y familiares, aunque abunde la retrechería femenina, esa de «me pulo las uñas mientras haces cola frente a mi escritorio» o «tengo derecho a estacionar mi camioneta aquí aunque no tenga la calcomanía de la universidad porque le pagué veinte bolos al vigilante». Más críticas reciben reconocidas lideresas políticas por su carácter que sus colegas masculinos: Iris Varela y María Corina Machado, tan absolutamente distintas entre sí, son odiadas por sus contendores en la medida en que son «arrechas», «alzadas», «contestonas». Ser hombre y mujer en la política trae aparejadas sus diferencias, como en todas las áreas de la vida social.

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