Canastitas En Serie
Enviado por • 20 de Enero de 2014 • 3.690 Palabras (15 Páginas) • 330 Visitas
Otras, tenía que conformarse con los veinte centavos, y el comprador, generalmente una mujer, tomaba de entre sus manos la pequeña maravilla y la arrojaba descuidadamente sobre la mesa más próxima y ante los ojos del indio como significando: "Bueno, me quedo con esta chuchería sólo por caridad. Sé que estoy desperdiciando el dinero, pero como buena cristiana no puedo ver morir de hambre a un pobre indito, y más sabiendo que viene desde tan lejos." El razonamiento le recuerda algo práctico, y deteniendo al indio le dice: "¿De dónde eres, indito?. .. ¡Ah!, ¿sí? ¡Magnífico! ¿Conque de esa pequeña aldea? Pues óyeme, ¿podrías traerme el próximo sábado tres guajolotes? Pero han de ser bien gordos, pesados y mucho muy baratos. Si el precio no es conveniente, ni siquiera los tocaré, porque de pagar el común y corriente los compraría aquí y no te los encargaría. ¿Entiendes? Ahora, pues, ándale."
Sentado en cuclillas a un lado de la puerta de su jacal, el indio trabajaba &in prestar atención a la curiosidad de Mr. Winthrop; parecía no haberse percatado de su presencia.
—¿Cuánto querer por esa canasta, amigo? —dijo Mr. Winthrop en su mal español, sintiendo la necesidad de hablar para no aparecer como un idiota.
—Ochenta centavitos, patroncito; seis reales y medio —contestó el indio cortésmente.
—Muy bien, yo comprar —dijo Mr. Winthrop en un tono y con un ademán semejante al que hubiera hecho al comprar toda una empresa ferrocarrilera. Después, examinando su adquisición, se dijo: "Yo sé a quién complaceré con esta linda canastita, estoy seguro de que me recompensará con un beso. Quisiera saber cómo la utilizará."
Había esperado que le pidiera por lo menos cuatro o cinco pesos. Cuando se dio cuenta de que el precio era tan bajo pensó inmediatamente en las grandes posibilidades para hacer negocio que aquel miserable pueblecito indígena ofrecía para un promotor dinámico como él.
—Amigo, si yo comprar diez canastas, ¿qué precio usted dar a mí?
El indio vaciló durante algunos momentos, como si calculara, y finalmente dijo:
—Si compra usted diez se las daré a setenta centavos cada una, caballero.
—Muy bien, amigo. Ahora, si yo comprar un ciento, ¿cuánto costar?
El indio, sin mirar de lleno en ninguna ocasión al americano, y desprendiendo la vista sólo de vez en cuando de su trabajo, dijo cortésmente y sin el menor destello de entusiasmo:
—En tal caso se las vendería por sesenta y cinco centavitos cada una.
Mr. Winthrop compró dieciséis canastitas, todas las que el indio tenía en existencia.
Después de tres semanas de permanencia en la república, Mr. Winthrop no sólo estaba convencido de conocer el país perfectamente, sino de haberlo visto todo, de haber penetrado el carácter y costumbres de sus habitantes y de haberlo explorado por completo. Así, pues, regresó al moderno y bueno "Nuyorg" satisfecho de encontrarse nuevamente en un lugar civilizado.
Cuando hubo despachado todos los asuntos que tenía pendientes, acumulados durante su ausencia, ocurrió que un mediodía, cuando se encaminaba al restorán para tomar un emparedado, pasó por una dulcería y al mirar lo que se exponía en los aparadores recordó las canastitas que había comprado en aquel lejano pueble-cito indígena.
Apresuradamente fue a su casa, tomó todas las cestitas que le quedaban y se dirigió a una de las más afamadas confiterías.
—Vengo a ofrecerle —dijo Mr. Winthrop al confitero— las más artísticas y originales cajitas, si así quiere llamarlas, y en las que podrá empacar los chocolates finos y costosos para los regalos más elegantes. Véalas y dígame qué opina.
El dueño de la dulcería las examinó y las encontró perfectamente adecuadas para cierta línea de lujo, convencido de que en su negocio, que tan bien conocía, nunca se había presentado estuche tan original, bonito y de buen gusto. Sin embargo, evitó cuidadosamente expresar su entusiasmo hasta no enterarse del precio y de asegurarse de obtener toda la existencia. Alzando los hombros dijo:
—Bueno, en realidad no sé. Si me pregunta usted, le diré que no es esto exactamente lo que busco. En cualquier forma podríamos probar; desde luego, todo depende del precio. Debe usted saber que en nuestra línea, la envoltura no debe costar más que el contenido.
—Ofrezca usted —contestó Mr. Winthrop.
—¿Por qué no me dice usted, en números redondos, cuánto quiere?
—Mire usted, Mr. Kemple, toda vez que he sido yo el único hombre suficientemente listo para descubrirlas y saber dónde pueden conseguirse, las venderé al mejor postor. Comprenda usted que tengo razón.
—Sí, sí, desde luego; pero tendré que consultar el asunto con mis socios. Véngame a ver mañana a esta misma hora y le diré lo que hayamos decidido.
A la mañana siguiente, cuando Mr. Winthrop entró en la oficina de Mr. Kemple, éste último dijo:
—Hablando francamente le diré que yo sé distinguir las obras de arte, y estas cestas son realmente artísticas. En cualquier forma, nosotros no vendemos arte, usted lo sabe bien, sino dulces, por lo tanto, considerando que sólo podremos utilizarlas como envoltura de fantasía para nuestro mejor praliné francés, no podremos pagar por ellas el precio de un objeto de arte. Eso debe usted comprenderlo, señor. .. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¡Ah!, sí, Mr. Winthrop. Pues bien, Mr. Winthrop, para mí solamente son una envoltura de alta calidad, hecha a mano, pero envoltura al fin. Y ahora le diré cuál es nuestra oferta, ya sabrá si aceptarla o no. Lo más que pagaremos por ellas será un dólar y cuarto por cada una y ni un centavo más. ¿Qué le parece?
Mr. Winthrop hizo un gesto como si le hubieran golpeado la cabeza.
El confitero, interpretando mal el gesto de Mr. Winthrop, dijo rápidamente:
—Bueno, bueno, no hay razón para disgustarse. Tai vez podamos mejorarla un poco, digamos uno cincuenta la pieza.
—Que sea uno setenta y cinco —dijo Mr. Winthrop respirando profundamente y enjugándose el sudor de la frente.
—Vendidas. Uno setenta y cinco puestas en el puerto de Nueva Cork. Yo pagaré los derechos al recibirlas y usted el embarque. ¿Aceptado?
—Aceptado —contestó Mr. Winthrop cerrando el trato.
—Hay una condición —agregó el confitero cuando Mr. Winthrop se disponía a salir—. Uno o dos cientos no nos servirían de nada,
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