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El Alma Del Demonio


Enviado por   •  8 de Noviembre de 2012  •  3.863 Palabras (16 Páginas)  •  423 Visitas

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Desireé se deslizó a trompicones hacia aquella casa abandonada sin darse cuenta del cordón policial que en sus días vetó el paso al interior del recinto.

Jadeó una vez entró en el domicilio sin ninguna dificultad pues en el suelo se encontraba tirada la puerta que le debería de haber impedido el paso.

Ella había estado huyendo de Miguel; un antiguo compañero de clase que según las noticias había muerto el mes pasado en un accidente de coche del cual ella había sido la responsable.

—Hiciste una horrenda elección al decidir entrar aquí —afirmó Miguel, que la había rastreado sin ninguna dificultad.

Desireé tragó saliva tratando de recordar cómo se respiraba, pues por el pánico, se le había olvidado.

—¡¡Aléjate de mí!! —gritó dejándose llevar por el terror—. ¡Tú estabas muerto! ¡Eres un demonio enviado del infierno para arrancarme el alma!

Para sorpresa de la joven Miguel se echó a reír.

—Tienes toda la razón, cariño.

Desi trató de ocultar sus lágrimas saladas y fingió una falsa mueca de tranquilidad.

—¿Q-Qué intentas decir…me? —logró tartamudear.

Miguel se acercó a ella.

—¿Acaso no recuerdas el día del accidente; las últimas palabras que te dije por teléfono?

Desireé se tapó los oídos, no queriendo escuchar nada de él. Había muerto por una distracción al volante, hablar por teléfono móvil, y la culpable de aquello había sido ella.

—¡¡Déjame en paz!! ¡Mi alma ya está bastante carcomida por la culpabilidad como para que tu espectro me atormente de esta manera!

En todo aquel proceso de huída, Desi no había mirado al chico los ojos. Alzó la mirada vacilante, indecisa; con miedo a lo que podía observar.

Aquel no era su Miguel.

La piel del chico era increíblemente pálida y a simple vista se podía suponer que también era dura y fría como la roca. Sus ojos tenían la misma tonalidad marrón oscuro, sólo que esta vez su interior se encontraba vacío; a penas se podía vislumbrar una llama de melancolía en su mirada.

Tenía el cabello negro igual de despeinado que siempre, no obstante, en aquella ocasión, en vez de darle un toque casual le otorgaba un destello etéreo.

Su físico en esos instantes era magnífico; toda su entidad un cordón de músculos, dejando atrás el cuerpo desaliñado que antes portaba un adolescente de diecisiete años.

—¿Cuál fue el precio que pagaste por esto? —quiso saber ella, compungida.

Miguel ignoró la pregunta.

—¿Recuerdas a Rubí? —cambió de tema abruptamente—. Aquella chica que falleció en el incendio de esta casa. No encontraron el cuerpo. A los tres días archivaron la investigación.

—Las noticias y el tribunal criticaron que el caso se diera por inconcluso tan pronto —empezó a recordar Desi.

Miguel acarició la mejilla de la chica; a ella le resultó lejanamente familiar aquel toque si ignoraba el hecho de la gelidez. Retrocedió.

—Sólo los muertos están fríos —aseveró en tono grave.

La mirada de Desi recorrió toda la extensión de la habitación en la que se encontraba. Por el pánico no se había dado cuenta de que todas las habitaciones de la casa a excepción de la sala en la que se encontraban estaban intactas; ninguna llama las había consumido.

—Éste era el dormitorio de Rubí —afirmó Miguel sonriendo con lentitud.

Todos los muebles estaban desconchados, la pintura de las paredes era irreconocible y lo que habría sido el colchón se hallaba sobre el somier de metal hecho ceniza.

En el suelo, arropado por los residuos del incendio había un cuaderno al cual no le afectaron las llamas.

Miguel se agachó y lo cogió.

—¿Cómo puede ser que la policía no lo encontrara? —quiso saber ella, a la defensiva.

—Porque también se hizo pasto de las llamas —afirmó Miguel.

Desireé encaró una ceja escéptica, pero no dijo nada.

—¿Te gustaría conocer la historia de Rubí? —la tentó Miguel—, ¿desearías saber lo que soy?

Desi no articuló palabra; como respuesta se sentó en el suelo repleto de cenizas haciendo un gesto al chico para que le acompañara.

—Deseo saber la fuerza del agarre de la gélida y huesuda mano de la muerte —pronunció como respuesta, incitando a que Miguel iniciara su lectura.

Los ojos de Desireé se quedaron clavados en la marca que llevaba en la mano Miguel: era un círculo y en su interior había una estrella de cinco puntas invertida; dichas puntas tocaban la línea de la circunferencia sin atravesarla*.

Aquel era el símbolo de la magia negra; normalmente se solía utilizar para hechizos en el mahoujin*—sin que los xtremos estuvieran invertidos— o para marcar a alguien maldito.

La respiración de la chica se atoró en su garganta.

—No sé si lo sabrás, cielo, pero la magia no es buena o mala —empezó Miguel al notar los ojos de Desi clavados en aquel lugar—, toda ella depende de la persona que la utilice. Lo que tú ves es el resultado de un pacto.

Desireé tardó unos segundos en recobrar la voz.

—¿Y con qué fines hiciste aquel pacto? —preguntó no muy segura de querer conocer la respuesta.

Miguel abrió el diario.

—Rubí me pidió que te explicara su historia antes de mi propuesta.

Desireé se mordió su labio inferior con impaciencia moviendo sus ojos hacia las gastadas hojas del cuaderno.

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25-12-1998

Yo… Nunca he escrito un diario y tampoco estoy muy segura de saber cómo se hace. Únicamente necesito un lugar donde desahogarme; estoy tan cansada de no poder contarle esto a nadie.

Hace dos días que mis padres murieron en las manos de un vil ladrón; ambos de un disparo en la nuca desde sus espaldas.

Fueron mis ojos los que contemplaron esa escena; como un río brotaba de los agujeros abiertos de manera certera y definitiva por aquel individuo.

En aquel momento saladas lágrimas recorrían mis mejillas. Recuerdo con una nitidez casi imposible como la sangre recorría la moqueta del suelo creando un océano estremecedoramente escarlata.

Entonces fue cuando mi llanto definitivamente nubló mi visión.

«¡¡Asesino!» le grité a aquel ladrón de vidas.

Él se rió secamente.

Un nuevo disparo se produjo en la sala. El fuego recorrió mi pierna izquierda; me había herido.

Se aproximó a mí con la intención de terminar el trabajo. Yo me retorcía; el dolor físico disputaba con el emocional.

No. No me podía morir tan fácilmente; no podía dejar que aquel asesino acabara conmigo de una manera tan sencilla.

La furia contaminó

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