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El Malestar En La Cultura


Enviado por   •  24 de Mayo de 2014  •  2.958 Palabras (12 Páginas)  •  316 Visitas

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SIGMUND FREUD

EL MALESTAR EN LA

CULTURA (*)

1929 [1930]

El malestar en la cultura Sigmund Freud

I

NO podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus

apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la

riqueza menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al

formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada

variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a

quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en

cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá

aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes

hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias

entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que

dichas reacciones seguramente no son tan simples.

Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole

enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que

compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido

su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un

sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían

confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento

que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites

ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente

subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad

personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las

diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y

seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría

uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.

Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta

vez expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo

El malestar en la cultura Sigmund Freud

mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea

grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la

descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo

que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda

sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi

amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y

harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio:

«De este mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble

comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que

para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada,

naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos

cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de

la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su

ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado

correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa.

Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La

idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un

sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan

incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación

psicoanalítica -vale decir genética- del mencionado sentimiento.

Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En

condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de

nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente

unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que por

otra parte, aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello-nos ha

enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia

dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a

la cual viene a servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece

mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien

El malestar en la cultura Sigmund Freud

extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento

amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus

sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si

realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una función

fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos

presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al

mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio

cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos,

aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al

mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De

modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el

mundo exterior no son inmutables.

Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no

puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una

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