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GENEALOSGIA DE LA MORAL


Enviado por   •  20 de Septiembre de 2013  •  3.723 Palabras (15 Páginas)  •  234 Visitas

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Nietzsche

LA GENEALOGÍA DE LA MORAL

ÍNDICE

Prólogo .............................................................................................1

Tratado Primero: «Bueno y malvado», «bueno y malo»....................5

Tratado Segundo: «Culpa», «mala conciencia» y si¬milares.............18

Tratado Tercero: ¿Qué significan los ideales ascé¬ticos? ................35

Prólogo

1

Nosotros los que conocemos somos desconocidos para no¬sotros, nosotros mismos somos desconocidos para noso¬tros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, –– ¿cómo iba a suceder que un día nos encon¬trásemos? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro teso¬ro, allí está vuestro corazón»1; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados de naci¬miento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupa¬mos de corazón propiamente de una sola cosa ––de «llevar a casa» algo. En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», –– ¿quién de nosotros tiene si¬quiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón ––¡y ni siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y absorto a quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas después de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún, «¿quiénes somos nosotros en reali¬dad?» y nos ponemos a contar con retraso, como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de nuestro ser ––¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta... Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que con¬fundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano»2, en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conoce¬mos»...

1. Véase Evangelio de Mateo, 21; Sermón de la Montaña.

2. Nietzsche invierte aquí una conocida frase de La Andriana, de Teren¬cio (IV, 1, 12), en el monólogo de Carino: «proxumus sum egomet mihi» (mi [pariente] más próximo soy yo mismo).

2

–– Mis pensamientos sobre la procedencia de nuestros pre¬juicios morales ––pues de ellos se trata en este escrito polé¬mico–– tuvieron su expresión primera, parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva por título Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres, cuya re¬dacción comencé en Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto como hace un alto un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país a través del cual había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el invierno de 1876 a 1877; los pensamientos mis¬mos son más antiguos. En lo esencial eran ya idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados: –– ¡espere¬mos que ese prolongado intervalo les haya favorecido y que se hayan vuelto más maduros, más luminosos, más fuertes, más perfectos! El hecho de que yo me aferre a ellos todavía hoy, el que ellos mismos se hayan entre tanto uni¬do entre sí cada vez con más fuerza, e incluso se hayan en¬trelazado y fundido, refuerza dentro de mí la gozosa con¬fianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una voluntad fundamental de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundo, hablaba de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada vez más precisas. Esto es, en efecto, lo único que conviene a un fi¬lósofo. No tenemos nosotros derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encon¬trar la verdad. Antes bien, con la necesidad con que un ár¬bol da sus frutos, así brotan de nosotros nuestros pensa¬mientos, nuestros valores, nuestros síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras dudas –– todos ellos empa¬rentados y relacionados entre sí, testimonios de una única voluntad, de una única salud, de un único reino terrenal, de un único sol. –– ¿Os gustarán a vosotros estos frutos nuestros? –– Pero ¡qué les importa eso a los árboles! ¡Qué nos importa eso a nosotros los filósofos!...

3

Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos proble¬mas, inclinación que yo confieso a disgusto ––pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como moral–– y que en mi vida apareció tan precoz, tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi a priori, –– tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué ori¬gen tienen propiamente nuestro bien y nuestro mal. De he¬cho, siendo yo un muchacho de trece años me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios»3, mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía filosófica ––y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema, otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el Padre del Mal4. ¿Es que me lo exigía precisamente así mi a priori? ¿aquel a priori nuevo, inmoral, o al menos inmoralista, y el ¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «imperativo categóri¬co» que en él habla y al cual desde entonces he seguido pres¬tando oídos cada vez más, y no sólo oídos?... Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio moral, y no busqué ya el origen del mal por detrás del mun¬do. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las pala¬bras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobreci¬miento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? –– Dentro de mí encontré y

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