LA CONDENA DE SÓCRATES
Enviado por Zelanda • 23 de Mayo de 2013 • Ensayo • 1.659 Palabras (7 Páginas) • 514 Visitas
LA CONDENA DE SÓCRATES
En el libro Historia de los Griegos de Indro Montanelli
A esta regla de sabia tolerancia hacia sus adversarios, la restaurada democracia hizo una sola excepción: en perjuicio de un hombre que era sin duda el más grande de los atenienses vivos, y que no era adversario; Sócrates.
La condena de Sócrates queda como uno de los más grandes misterios de la Antigüedad. El setentón Maestro había rehusado obediencia a los Treinta y denunciado el mal gobierno de Critias. Escapaba, por tanto a cualquier acusación de «colaboracionismo», como hoy se diría, y no era susceptible de «depuración». De hecho, sus adversarios no le acusaron en el plano político, sino en el religioso y moral. La imputación que se le dirigió en 399 era de «impiedad pública respecto a los dioses, y corrupción de la juventud». El jurado estaba compuesto por mil quinientos ciudadanos. Y en aquello que hoy llamaríamos la tribuna de la Prensa, sentábanse, entre otros, Platón y Jenofonte, cuyas reseñas permanecen como los únicos testimonios dignos de consideración del proceso. Fue el «affaire Dreyfus» de la época. Y como siempre sucede en esos casos, los motivos pasionales se sobrepusieron a todo criterio de justicia. Mas precisamente por esto el proceso nos dice más acerca de la psicología del pueblo griego que cualquier libro. De los tres ciudadanos que habían presentado la querella, Anito, Meletos y Licón, el primero tenía motivos personales de rencor para con Sócrates porque, cuando tuvo que ir al destierro, su hijo se había negado a seguirle para quedarse en Atenas con el Maestro, del cual era un apasionado partidario, se había dado a la buena vida y murió medio alcoholizado. Anito era un hombre de bien, un demócrata auténtico que por sus ideas había sufrido destierro y que después combatió valerosamente bajo Trasíbulo respetan-do la vida y los bienes de los oligarcas que habían caído en sus manos. Pero, como padre, era lógico que guardase cierto resentimiento. Lo que sorprende es que éste fuese compartido por gran parte de los ciudadanos, como demostraron los hechos.
Los motivos inmediatos de la impopularidad de Sócrates eran evidentes, pero de escaso relieve. Se le reprochaba haber tenido entre sus discípulos a Alcibíades y a Critias, muy odiados en aquel momento. Pero uno y otro se habían apartado muy pronto del Maestro, precisamente por refractarios a sus enseñanzas. Además, entre los estudiantes de Sócrates siempre había habido de todo. En cuanto a sus antiguas costumbres sexuales, en la Atenas de aquel tiempo no habían sido nunca motivo de escándalo. Pero eran otras y más profundas las razones por las que muchos, sin tener conciencia de ello, le detestaban. Y las había indicado claramente la comedia de Aristófanes, que no constituyó en absoluto, como dice Platón, un texto de acusación contra el encausado, pero que documenta los motivos por los cuales había sido mal visto. Sócrates era, por naturale. za, un aristócrata, no en el sentido trivial y vulgar de pertenecer a una clase y participar de sus prejuicios, sino en el sentido intelectual, que es el único que cuenta. Era pobre, iba vestido como un andrajoso y nadie podía reprocharle la menor deslealtad respecto al Estado democrático.
Al contrario, había sido un buen soldado en Anfípolis, en Delios y en Potidea. Se había mostrado como un juez escrupuloso en el proceso de los almirantes de las Arginusas. Se había rebelado a Critias, a pesar de ser su amigo. El respeto a las leyes de la ciudad, antes de predicarlo en el Critón, lo había practicado. Como filósofo, empero, había exigido que aquellas leyes estuviesen a tono con la justicia y había impelido a sus discípulos a fiscalizar que así ocurriese. Para él, el ciudadano ejemplar era el que obedecía cuando recibía una orden de la autoridad, pero que antes de recibirla y después de haberla cumplido, discutía si la orden era buena y si la autoridad la había formulado bien. No se jactaba de saberlo en absoluto, pero reivindicaba el derecho a indagarlo y por esto había fundado todo su método en las preguntas. «Tí estí?-», preguntaba. «¿Qué es esto?» Buscaba los conceptos generales y trataba de conseguirlos a través de las inducciones. «Dos cosas —dice Aristóteles— se le deben reconocer; los discursos inductivos y las definiciones.» Y su objeto era claro: preparar una clase política instruida que gobernase según justicia, tras haber aprendido bien qué es justicia. Llevaba en la cabeza una noocracia, o sea una especie de dictadura de la aptitud que naturalmente excluía la ignorancia y la superstición.
Todo esto la plebe no lo sabía porque no era capaz de seguir la dialéctica socrática. Pero lo intuía. E instintivamente odiaba a Sócrates y su sutil modo de razonar, del cual se sentía excluida. Aristófanes, con su tosco «qualunquismo» (1) precursor, no había sido más que el intérprete de aquella protesta plebeya, la cual pretendía oponer a Sócrates un sentido común y estaba
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