Pico Della Mirandolla
Enviado por ItziaPrinceza • 11 de Febrero de 2013 • 3.316 Palabras (14 Páginas) • 547 Visitas
que todo lo consume, de inmediato nos insuflaremos el aspecto seráfico. Sobre el Trono,
es decir, sobre el justo juez, está Dios: Juez de los siglos. Por arriba del Querubín, esto
es, por encima de quien contempla, vuela Dios que, como incubándolo, lo abriga. El
espíritu de nuestro Señor «se mueve sobre las aguas», aguas, digo, que están sobre los
cielos y que, como está escrito en Job (4), alaban a Dios con himnos antelucanos. El
serafín, esto es, quien ama, está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno solo.
El poder de los Tronos es inmenso y lo alcanzaremos con el amor.
Pero ¿es posible juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que lo
visitó y confesó a su pueblo, como juez, lo que había visto en el monte. He aquí por
qué, en el medio, está siempre el Querubín, quien con su luz nos entrega la llama
seráfica y, a la vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.
Esto es lo que se anuda en las primeras mentes; el orden paládico preside la
filosofía contemplativa y esto es lo que primeramente debemos imitar, buscar y
aceptar para que así podamos ser arrebatados a las cimas del amor y bajar, prudentes y
preparados, para afrontar los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser
modelada sobre la vida querubínica, el precio de esta operación es éste: tener claramente
ante los ojos en qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras.
Siéndonos esto inalcanzable somos carne y nos apetecen las cosas terrenas; apoyémonos
en los antiguos Padres, los cuales pueden ofrecernos un contundente y fecundo
testimonio de tales cosas, para ello familiares y allegadas.
Interroguemos al apóstol Pablo, recipiente de elección, qué hicieron los ejércitos de
querubines cuando él mismo fue arrebatado al tercer cielo. Como interpreta Dionisio,
nos contestará que se purificaban; y una vez iluminados, se volvían perfectos.
Nosotros también, remedando en la tierra la vida querubínica, conteniendo
con la fuerza moral la impetuosidad de las pasiones, disipando la obnubilación
mental con la dialéctica, purifiquemos el alma, quitémosle las manchas de la ignorancia
y de la corrupción, para que no se desaten los afectos ni deleite la razón.
Así compuesta y purificada el alma, demos a conocer la luz de la filosofía natural, y
llevémosla finalmente a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas.
Más allá de nuestros Padres, indaguemos también al patriarca Job, cuya imagen brilla
tallada en el cielo de la gloria.
El sabio patriarca nos enseñará que mientras dormía en el mundo terreno, velaba en el
reino de los cielos. y mediante un símbolo (todo se presentaba así a los patriarcas) nos
enseña que hay escaleras que suben de la profundidad de la tierra al sublime cielo,
distinguidas en una serie de muchos escalones: allá, en el cenit, donde se aposenta el
Señor, mientras suben y bajan los ángeles contempladores. Y si nuestro deber es hacer
lo mismo imitando la vida de los ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escaleras del
10Señor con los pies impuros o con las manos sin lavar? Según los Misterios, al impuro le
está vedado tocar lo que es puro.
¿Pero qué son estos pies y estas manos? Sin duda el pie del alma es esa parte vil con que
se apoya en la materia como en el desnudo suelo: y yo la entiendo como el instinto que
alimenta y ceba, alimento de los deseos y maestro de sensual predisposición. ¿Y por qué
llamaremos manos del alma a lo irascible que, esclavo de los apetitos, por ellos combate
como un soldado, y rapaz, bajo el polvo y el sol, escamotea lo que el alma habrá de
gozar adormilándose en la sombra? Para no ser expulsados de la escalera por soeces o
profanos, lavemos con la moral los pies y las manos, es decir, toda la parte sensible
en que tienen su espacio las lisonjas corporales que, como bien se acusa, atrapan el alma
por el cuello. Lavémoslas como en agua corriente.
Es cierto, esto tampoco será suficiente para volverse compañero de los ángeles que
rondan por la escala de Jacob si primero no hemos sido bien educados y habilitados para
movernos con orden, de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin
estorbar su tránsito. Cuando hayamos logrado esto con el arte retórico y racional, y ya
imbuidos por el espíritu del querubín, filosofando según los escalones de la escalera,
esto es, de la naturaleza, y escudriñando todo desde el centro y enderezando todo al
centro, tanto descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple
-como Osiris (5)-, tanto nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo
uno, como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, que
como se sabe, sentado mira desde la cúspide, nos consumaremos en la felicidad
teológica.
Y recurramos al justo Job, que antes de ser insuflado de la vida hizo un pacto con el
Dios de la vida, y preguntémosle qué es lo que el Sumo Dios prefiere sobre todo en esos
millones de ángeles que están juntos a él: «La paz», responderá sin dudas, según lo que
se lee en su propio libro: «(Dios es) Aquel que hace la paz en lo alto de los cielos».
Y como el orden medio interpreta los preceptos del orden superior para ser captados por
los inferiores, las palabras del sublime Job nos sean interpretadas por el filósofo
Empédocles (6). Éste, como lo testimonian sus escritos, simboliza con el odio y con el
amor, esto es, con la guerra y con la paz, las naturalezas del alma humana, por las cuales
somos llevados hacia al cielo o precipitados a los infiernos. Y él, arrebatado en esa
lucha y discordia, como si de un loco se tratara, se duele de ser arrastrado al abismo,
lejos de los dioses.
Grande es, sin duda, oh Padres, la desavenencia en nosotros; nuestras intensas luchas
internas son peores que las peores guerras civiles. Si queremos huir de ellas y obtener
esa paz que nos lleva a lo alto entre los elegidos del Señor, debemos apelar a la filosofía
moral; sólo ella podrá tranquilizarlas y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre
establece una paz con sus enemigos y controla los inestables tumultos de la bestia
multiforme y el ímpetu, el furor y el asalto del león. Pero, si necesitados de nuestro
bienestar, deseamos la seguridad de una paz perpetua,
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