Pitágoras Y Su Escuela
Enviado por sith73 • 31 de Marzo de 2013 • 651 Palabras (3 Páginas) • 666 Visitas
LA INICIACIÓN EN LA FILOSOFÍA DE PITÁGORAS
Un sencillo seto vivo circundaba los jardines del instituto de Pitágoras, la puerta de entrada estaba abierta durante el día. Pero allí había una estatua de Hermes, y se leía sobre su zócalo: Eskato Bebeloi, ¡atrás los profanos!. Todo el mundo respetaba aquel mandato de los Misterios.
Pitágoras era extremadamente difícil para la admisión de los novicios, diciendo que “no toda la madera sirve para hacer un Mercurio”. Los jóvenes que querían entrar en la asociación, debían sufrir un tiempo de prueba y de ensayo. Presentados por sus padres o por uno de los maestros, les permitían al pronto entrar en el gimnasio pitagórico, donde los novicios se dedicaban a los juegos de su edad. Le invitaban ellos a tomar parte en su conversación, como si fuera uno de los suyos, sin mirarle de arriba abajo con miradas sospechosas o sonrisas burlonas. El recién llegado oía las máximas del maestro repetidas por los novicios, orgullosos de comunicarle su precoz sabiduría. Al mismo tiempo, le incitaban a manifestar sus opiniones, a contradecirles libremente. Animado por ello, el ingenuo pretendiente mostraba bien pronto a las claras su verdadera naturaleza. Dichoso de ser escuchado y admirado, peroraba y se expansionaba a su gusto. Durante aquel tiempo, los maestros le observaban de cerca sin corregirle jamás. Pitágoras llegaba de improviso para estudiar sus gestos y palabras. Concedía él una atención particular al aire y a la risa de los jóvenes.
Por medio de aquellas minuciosas observaciones, el maestro se formaba una idea precisa de sus futuros discípulos. Al cabo de algunos meses, llegaban las pruebas decisivas, que eran imitaciones de la iniciación egipcia, pero menos severas y adaptadas a la naturaleza griega, cuya impresionabilidad no hubiese soportado los mortales espantos de las criptas de Memfis y de Tebas. Hacían pasar la noche al aspirante pitagórico en una caverna de los alrededores de la ciudad, donde pretendían que había monstruos y apariciones. Los que no tenían la fuerza de soportar las impresiones fúnebres de la soledad y de la noche, que se negaban a entrar o huían antes de la mañana, eran juzgados demasiado débiles para la iniciación y despedidos.
La prueba moral era más seria. Bruscamente, sin preparación, encerraban una mañana al discípulo en una celda triste y desnuda. Le dejaban una pizarra y le ordenaban fríamente que buscara el sentido de uno de los símbolos pitagóricos, por ejemplo: “¿Qué significa el triángulo inscrito en el círculo?”. O bien: “¿Por qué el dodecaedro comprendido en la esfera es la cifra del universo?”. Pasaba doce horas en la celda con su pizarra y su problema, sin otra compañía que un vaso de agua y pan seco. Luego le llevaban a una sala, ante los novicios reunidos. En esta circunstancia, tenían orden de burlarse sin piedad del desdichado, que
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