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Alexandr Solzchenitzyn


Enviado por   •  7 de Mayo de 2014  •  Tutorial  •  43.149 Palabras (173 Páginas)  •  433 Visitas

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lloloolllllllllllllllllllllllllllldddddddddddddddALEXANDR SOLSCHENIZYN

UN DIA EN LA VIDA

DE IVAN DENISOVICH

Alexandr Solzchenitzyn nacio en Rostov en 1919.

Curso estudios superiores en la universidad de Moscu y durante la guerra mundial lucho como artillero, alcanzando el grado de capitán con una brillante hoja de servicios. Al acabar la guerra, se le asignó un puesto de profesor en una escuela de enseñanza media. Un día Solschenizyn escribió una carta a su esposa. Era el año 1945. La carta fue intervenida y el futuro premio Nobel se convirtió en una víctima más de las «purgas» desencadenadas por Stalin. Fue sentenciado a ocho años de trabajos forzados. Por ese tiempo enfermó de cáncer, enfermedad que logró superar. En 1953, cumplida su condena, aún estuvo desterrado cuatro años más en Siberia, basta que en 1957 fue rehabilitado por Kruschev. En la actualidad ejerce de profesor de matemáticas en un colegio de Ryazan.

Sin embargo, aún no han acabado las persecuciones para Alexandr Solschenizyn. A la caída de Kruschev de nuevo fue desacreditado, aunque ahora ya era conocido en todo el mundo como uno de los herederos más genuinos de la gran literatura rusa. Durante su destierro en Siberia había ido preparando un libro: Un día en la vida de Iván Denisovich, que dio la vuelta al mundo. El propio Kruschev no hubiera podido encontrar mejor argumento para utilizarlo contra la brutal represión llevada a cabo por Stalin, así que personalmente urgió la publicación de la obra y durante un cierto tiempo Solschenizyn disfrutó de la protección y el respeto oficial. Siguió publicando: Matryona en el hogar, Por el Dios de la causa, Pabellón de cancerosos —relato de sus experiencias como preso político y enfermo de cáncer—, y El primer Círculo. En 1969 comenzó de nuevo la persecución. Fue expulsado de la Unión de Escritores y obligado a permanecer en silencio. Se le ha querido facilitar la salida del país, pero Solschenizyn se ha negado a abandonar su patria. Como hacía durante su destierro en Siberia, guarda ahora en su memoria breves relatos, apuntes de una realidad que no puede plasmar, pero que se niega a ignorar. Su actitud de dignidad, su actitud de exaltación de la persona humana, resumida en su primera novela, le ha valido ahora el premio Nobel 1970. Más que su obra, se ha premiado su vida, una vida que, como en Un día en la vida de Iván Denisovich, se ha convertido en testimonio orgulloso ante la miseria, el dolor y la injusticia, en un patético canto a esa condición humana pisoteada y ofendida. Hay un episodio en esta novela que resume plenamente el sentido de esa lucha terca del autor: Un preso va a sufrir un duro castigo en la checa; alguien, al salir del barracón, le grita: «¡Manten la cabeza erguida!» Esa clase de terquedad, ese orgullo final, es el último recurso que le queda al humillado, para afirmar, a pesar de todo, su condición de hombre libre, su dignidad.

A las cinco de la mañana, como siempre, resonó el toque de diana: un golpe dado con un martillo en un carril de la barraca central. El interrumpido sonido penetró débilmente a través de la ventana cubierta con dos dedos de hielo y enmudeció pronto; hacía frío, y en la guardia se les pasaron las ganas de tocar más veces.

El sonido se había extinguido, y detrás de la ventana todo estaba como cuando durante la noche Sujov visitaba las letrinas, tétrico y sombrío. Sólo el triste resplandor de tres lámparas amarillas, dos en la zona exterior y otra en el propio campo, penetraba a través de la ventana.

Por alguna razón nadie venía a abrir la barraca ni se oía tampoco que los que se cuidaban de sus servicios cogieran las letrinas para sacarlas al exterior.

Sujov jamás se había quedado dormido después del toque de diana; se levantaba siempre puntual. Hasta la hora de la marcha quedaban libres una hora y media, las cuales le pertenecían a uno por completo, y quien conoce la vida del campo de concentración aprovecha todas las oportunidades para hacerse merecedor de alguna cosa: uno podía echar un remiendo con cualquier clase de tela en las manoplas de éste o aquél, o alargar a los de la brigada que aún estaban en los catres las polainas secas, a fin de que éstos no tuvieran que dar vueltas con los pies desnudos y escoger sus botas de en medio del montón. O recorrer, uno por uno, los almacenes y mirar a quién se podía hacer un favor, como barrer el suelo o traerle cualquier cosa; o recoger, en la barraca destinada a comedor, los platos de hojalata apilados por todas partes sobre las mesas de madera y llevarlos al fregadero, con la esperanza de encontrar alguna sobra.

Desgraciadamente, la gente se abría paso a codazos para realizar este servicio; y cuando, con mucha suerte, se encuentra un resto ínfimo en una de las escudillas de hojalata, se pierde el dominio de sí mismo y uno lo vacía a lengüetadas. A Sujov se le habían quedado grabadas en la memoria las palabras del primer brigada, Kusiomin, un más que experimentado lebrato de campos de concentración que ya en 1943 llevaba doce años de experiencia en ellos encima de las costillas, y que había dicho una vez en un calvero abierto en el monte en un fuego de campamento y ante el avituallamiento traído del frente: «Aquí, muchachos, impera la ley de la taiga. Pero también aquí viven hombres. En el campo sucumben aquellos que lamen los platos, especulan con la enfermería o denuncian.»

En lo que concierne a denunciar había él, naturalmente, exagerado. Ya se cuidaban ellos bien de no exponerse a ningún peligro, sólo que esta prevención la compraban con la sangre de los demás.

Siempre se había levantado Sujov al toque de diana, pero hoy no se levantó. Ya desde ayer no se encontraba bien, tiritaba y le dolían los huesos. Por la noche no había conseguido entrar en calor. Le pareció, en sueños, como si se encontrara muy enfermo y que, más tarde, disminuía algo su enfermedad. Quería y no quería que amaneciera.

Pero también aquella mañana amaneció.

Y ¿dónde diablos va aquí uno a calentarse? En la ventana, completamente helada, y en las paredes, a todo lo largo de las junturas del techo y por toda la barraca —un edificio gigantesco— sólo había rayas blancas: la escarcha.

Sujov no se levantó. Estaba tendido en el catre de arriba, tapado hasta las orejas con la manta y la enguatada chaqueta, con los pies metidos en las subidas mangas de la sahariana. No veía nada, pero percibía todos los ruidos y se daba cuenta de lo que pasaba en la barraca y en su rincón. Allí los del servicio de la barraca arrastraban afuera —graves y pesados pasos a todo lo largo del pasillo—

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