Relación Iglesia-Estado: Laicidad Y Ley, En El Olvido
Enviado por Eduardo989 • 9 de Octubre de 2014 • 1.474 Palabras (6 Páginas) • 334 Visitas
En su redacción original, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señalaba en su artículo 130 que “Los ministros de los cultos nunca podrán, en reunión pública o privada constituida en junta, ni en actos del culto o de propaganda religiosa, hacer crítica a las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular, o en general del Gobierno; no tendrán voto activo ni pasivo, ni derecho para asociarse con fines políticos”.
Esas disposiciones, que tenían una profunda connotación histórica, fueron reformadas y atenuadas en 1992 por el presidente Carlos Salinas de Gortari. A partir de entonces, y hasta ahora, a los ministros de culto se les amplió su rango de libertades y actuación, se les reconoció su derecho al voto, y a las asociaciones religiosas se les reconoció personalidad jurídica.
Con estas modificaciones constitucionales, se pretendió hacer más homogénea y armoniosa la relación entre el Estado y la Iglesia. Sólo que hoy, cuando esas modificaciones constitucionales cumplen 18 años, nadie parece encontrar el camino correcto para preservar íntegra la laicidad del Estado, y sobre todo frenar a una jerarquía católica que parece imparable y que se inmiscuye en todos los asuntos del país para los cuales está constitucionalmente impedida.
LOS ANTECEDENTES
Durante el siglo XIX, las más cruentas batallas que ocurrieron en el país, tuvieron como telón de fondo las luchas de poder entre quienes pretendían hacer de nuestro país una nación independiente, y la Iglesia Católica que se negaba a perder sus posesiones, impunidad y privilegios.
Como consecuencia de esas luchas, y de la imposición del liberalismo sobre los dogmáticos que exigían lo mismo la predominancia de una religión o de una corona, se abrió un larguísimo periodo en el que México no mantuvo relaciones diplomáticas con El Vaticano. Durante décadas, los gobernantes veían en la religión a un enemigo que era necesario arrinconar o exterminar; e incluso uno de los episodios más dolorosos del siglo XX —la Guerra Cristera— tuvo como punto de inicio la obsesión de un gobernante por erradicar una religiosidad que, junto con nuestra propia cultura mestiza, era ya parte indisoluble de los mexicanos.
Así, a partir del Texto Constitucional de 1857, y posteriormente, la norma fundamental no reconoció legalmente a la Iglesia Católica, y más bien ésta se convirtió en uno de los principales diques que tenía que enfrentar el Estado. Las relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano —que surgió en 1929, a raíz de los Pactos de Letrán— no existieron con México sino hasta poco más de sesenta años después, cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari impulsó una reforma relacionada con las asociaciones religiosas, que era parte de la negociación con las fuerzas políticas de derecha que en 1988 reconocieron la legitimidad de su gobierno.
Así, el 28 de enero de ese año, se publicaron sendas reformas a los artículos 24 y 130 que hablan, respectivamente, de la libertad de culto que tenemos garantizada los mexicanos, y de la conformación y reconocimiento de las asociaciones religiosas y el culto público. Así, en un afán conciliatorio, se amplió la esfera de posibilidades para la Iglesia y se entablaron relaciones políticas entre ésta y el Estado. Era, decían, una nueva fase democrática para nuestro país, que colocaba en un plano de reconocimiento y relativa igualdad, a un ente de poder que el sector público se había negado sistemáticamente a reconocer.
DECISIÓN POLÍTICA,
¿ACERTADA O ERRÓNEA?
Con esa reforma constitucional, el Estado mexicano pretendió garantizar el culto religioso, la libertad de creencia de las personas, y el respeto a la ley. Sin embargo, parecían entonces desconocer que buena parte de la historia nacional se había determinado en los púlpitos, y que históricamente ninguna libertad había sido suficiente para los afanes de la jerarquía católica, que siempre había tratado de buscar el límite de la tolerancia gubernamental.
Sin embargo, en aquellos momentos se pensó que la nación y las instituciones religiosas tenían la suficiente madurez como para convivir pacífica y civilizadamente en un marco de libertades y regulaciones específicas. El presidente Salinas de Gortari no estaba equivocado del todo: la realidad mexicana de 1992 era muy distinta a la de un siglo atrás, y qué decir al momento en el que se libraron las más sangrientas guerras nacionales, en las que los ministerios religiosos tomaban partido.
Ya para entonces, había plenas garantías sobre la libertad religiosa y sobre la existencia de un culto público. Fue por eso que a los sacerdotes se les
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