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EPISODIO DOLOROSO COMO POCOS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA


Enviado por   •  3 de Febrero de 2016  •  Resumen  •  2.679 Palabras (11 Páginas)  •  265 Visitas

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EPISODIO DOLOROSO COMO POCOS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

RODOLFO VARGAS RUBIO[pic 1]

El vuelo del águila siguió ganando altura: el 25 de marzo de 1802, aprovechando la caída de William Pitt, Francia había firmado la paz con la Gran Bretaña en Amiens (consecuencia natural del Tratado de Lunéville). Momentáneamente libre de cuidados respecto a las potencias europeas, y reconciliado con la Iglesia, Bonaparte aprovechó su popularidad para preparar su gran apoteosis. El 19 de mayo del mismo año, creaba la Legión de Honor, condecoración que vino a substituir las antiguas Órdenes del Rey (la del Espíritu Santo y la de San Miguel) y a la Orden Real y Militar de San Luis, suprimidas por la Revolución. El 5 de agosto siguiente, un plebiscito transformaba su consulado decenal en vitalicio. De allí a convertirse en monarca no había más que un paso, pero no lo daría hasta no haber temblar a todas las testas coronadas de Europa abatiendo el principio de legitimidad. En el mejor estilo jacobino, hizo, en efecto, capturar, someter a un simulacro de juicio y ejecutar sumariamente a un príncipe de la sangre: Luis de Borbón, duque de Enghien, hijo del príncipe de Condé, que fue fusilado en las tapias del castillo de Vincennes el 21 de marzo de 1804. Fue el primero de sus grandes errores, pero el hecho es que tres días después, el 28 de marzo, el Senado proclamaba emperador a Bonaparte.

Éste, sin embargo, quería consagrar de alguna manera su monarquía de nuevo cuño y decidió que fuera el Papa quien le ciñese la corona imperial en París. De este modo, Europa no tendría más remedio que reconocer su régimen. En cuanto se conoció el deseo de Napoleón, los miembros del Consejo de Estado –entre los cuales figuraban antiguos jacobinos– le manifestaron sus reservas: temían que el acto de coronación constituyese un triunfo para el Papado; por eso, le querían disuadir de llevarlo a cabo y que se contentara con una ceremonia civil. Pero el Corso conocía muy bien el valor de los símbolos y su poder de fascinación sobre el pueblo y arguyó que una coronación privada de elementos religiosos sería un acto vacío y sin significación. Por otra parte, no había que temer nada del Pontificado Romano: hacía mucho que no eran ya los tiempos de un Gregorio VII, que obligó a todo un Enrique IV a ir a Canossa, o de un Inocencio III, que puso en entredicho a todo el reino de Francia para castigar a Felipe II Augusto.[pic 2]

Cuando Pío VII supo de las intenciones de Napoleón, fue presa de una gran turbación hasta el punto de enfermar seriamente. Convocado el Sacro Colegio, la mayoría de los veinte cardenales consultados por el Papa se mostraron contrarios a que éste accediera. Sería como consagrar aquella misma Revolución que había hecho tanto sufrir a Pío VI. Constituiría un atentado al principio de legitimidad y un insulto a los Borbones. Además, existía ya un emperador: Francisco II, cabeza del Sacro Imperio Romano-Germánico, heredero de los Césares, de Carlomagno, de los Otones, de los Hohensatufen y de los Habsburgo. Y se suponía que el Imperio era uno solo para toda la Cristiandad. Pero, ¿había todavía Cristiandad? Otros purpurados, aun concediendo la posibilidad de la coronación imperial, consideraban que era Napoléon quien tenía que ir a Roma o, al menos, a algún otro lugar del Estado Pontificio, a menos que se considerara a Pío VII como un mero capellán de aquél. El cardenal Consalvi, sin embargo, convenció a todos de que era más sabio condescender y no provocar las iras del hombre que había acumulado tal poder que podía hacer pagar muy caro a la Iglesia una negativa del Romano Pontífice. Pero puso ciertas condiciones para salvar el decoro y sacar algún provecho a favor de la religión.

Napoleón envió al general Caffarelli el 15 de septiembre llevando la invitación oficial al Papa y dándole algunas de las seguridades exigidas por Consalvi. Pío VII partió de Roma el 2 de noviembre, dejando a Consalvi a la cabeza del gobierno de la Santa Sede. El suyo fue un viaje triunfal; por dondequiera que pasó fue recibido con grandes muestras de veneración y entre aclamaciones. Cierto es que el nuevo emperador había dado órdenes que se honrase al Pontífice, ya que su gloria redundaría en la del Imperio que venía a consagrar. Las multitudes, empero, no necesitaban ser espoleadas: se arremolinaban espontáneamente alrededor del carruaje papal para honrar una religión fuertemente radicada en lo profundo de su ser a pesar de las persecución y del intento revolucionario por aniquilarla. El 28 de noviembre llegó el augusto viajero a París, siendo acogido por la flamante corte imperial y las nuevas instituciones del nuevo régimen. La víspera del gran día hubo un incidente inesperado que tuvo que resolverse sobre la marcha. La emperatriz Josefina confesó a Pío VII que sólo estaba unida civilmente a Napoleón. El Papa entonces se negó en redondo a efectuar la coronación imperial a menos que la pareja se casara también canónicamente, a lo cual accedió el Emperador a regañadientes. Su tío materno, el cardenal Fesch, ofició el improvisado matrimonio.

El domingo 2 de diciembre, primero de Adviento, se llevó a cabo en la catedral de Notre-Dame una ceremonia que rememoraba fastos de la Antigüedad, pero que nada tenía que ver con el tradicional sacre royal (consagración regia) de Reims. Éste hacía del monarca un cuasi-sacerdote, vicario de la Iglesia en lo temporal, mientras que el rito de París estaba pensado para la mayor gloria de Napoléon. En la Navidad del año 800, el papa León III había coronado a Carlomagno “por sorpresa” en San Pedro. Ahora, mil años después, era el émulo y sucesor de éste el sorprendería al sucesor de aquél. En el momento culminante, cuando Pío VII se aprestaba a ceñir la cabeza de Napoléon, tomó éste inopinadamente la corona de las manos del Papa y se la puso él mismo sobre sus sienes. Acto seguido, coronó a su esposa, escena inmortalizada por el conocidísimo lienzo de Jacques-Louis David, en la que aparece un resignado Papa esbozando una tímida bendición desde su trono, acompañado del cardenal Caprara, sumido en embarazo.

Pasados los fastos de la coronación y vuelto a las preocupaciones políticas, el Emperador daba largas al Papa respecto a su retorno a Roma. Aduciendo que el paso de los Alpes en invierno era por lo menos una imprudencia, logró que Pío VII permaneciese unos meses en París, alojado espléndidamente en el Pabellón de Flora de las Tullerías. La intención de Napoléon era, desde luego, prolongar indefinidamente su estancia para hacerla servir a sus intereses. Un miembro de la corte imperial sugirió al Pontífice que fijara su residencia en Aviñón, como habían hecho sus predecesores en el siglo XIV. Éste respondió diciendo que no le importaba lo que hicieran con él, pues antes de partir de Roma había dejado instrucciones precisas según las cuales, si se le retenía contra su voluntad, los cardenales debían considerarlo como dimitido a todos los efectos. “Entonces, aseguró, en mí sólo tendréis a un humilde monje llamado Barbaba Chiaramonti, pero nada más”. Ante este argumento, que le fue referido, Napoléon dejó finalmente marchar a Pío VII, que emprendió su regreso a Roma el 4 de abril de 1805. A su llegada le alcanzaron los últimos obsequios del Emperador, entre ellos una magnífica tiara (que aún se conserva en el tesoro vaticano).

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