El Alquimista
Enviado por cmga89 • 20 de Septiembre de 2011 • 7.338 Palabras (30 Páginas) • 1.276 Visitas
El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada. Decidió pasar la noche allí. Cubrió el suelo con su chaqueta y se acostó, usando como almohada el libro que acababa de leer.
Aún estaba oscuro cuando despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas brillaban a través del techo semidestruido.
“Quería dormir un poco más”, pensó. Había tenido el mismo sueño que la semana pasada y otra vez se había despertado antes del final.
Se levantó y tomó un trago devino. Después cogió el cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Siempre había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les hablaba. Por eso acostumbraba a veces a leerles los trechos de los libros que le habían gustado.
En los dos últimos días, no obstante, su tema había sido prácticamente uno solo: la niña, hija del comerciante, que vivía en la ciudad a donde llegarían dentro de cuatro días. Sólo había estado una vez allí, el año anterior. El comerciante era dueño de una tienda de tejidos y le gustaba ver siempre a las ovejas esquiladas en su presencia, para evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor había llevado sus ovejas allí.
“Necesito vender lana”, le dijo al comerciante.
La tienda de hombre estaba llena, y el comerciante pidió al pastor que esperase hasta el atardecer. Él se sentó en la acera frente a la tienda y sacó un libro de su alforja.
-No sabía que los pastores fueran capaces de leer libros -dijo una voz femenina a su lado.
Era una joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros lisos y ojos que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.
Se quedaron conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del comerciante y habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual al otro. El pastor le habló sobre los campos de Andalucía y sobre las últimas novedades que había visto en las ciudades que visitó. Estaba contento por no tener que conversar siempre con las ovejas.
-¿Cómo aprendiste a leer? -le preguntó la moza, en cierto momento.
-Como todo el mundo -respondió el chico-. En la escuela.
-¿Y si sabes leer, por qué eres sólo un pastor?
El muchacho dio una disculpa cualquiera para no responder aquella pregunta. A medida que el tiempo fue pasando, el muchacho comenzó a desear que aquel día no acabase nunca, que el padre de la joven siguiera ocupado mucho tiempo y que le mandase a esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca había sentido antes: las ganas de quedarse viviendo en una ciudad para siempre. Con la niña de cabellos negros, los días nunca sería iguales.
Pero el comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le pagó lo estipulado y le pidió que volviera al año siguiente.
Ahora faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea.
En dos años de recorrido por las planicies de Andalucía, él ya se conocía de memoria todas las ciudades de la región, y ésta era la gran razón de su vida: viajar. Estaba pensando en explicar esta vez a la chica por qué un simple pastor sabe leer: había estado hasta los dieciséis años en un seminario. Sus padres querían que él fuese cura, motivo de orgullo para una simple familia campesina que trabaja apenas para comida y agua, como sus ovejas. Estudió latín, español y teología. Pero desde niño soñaba con conocer el mundo, y esto era mucho más importante que conocer a Dios, y los pecados de los hombres. Cierta tarde, al visitar a su familia, había tomado coraje y había dicho a su padre que no quería ser cura. Quería viajar.
-Hombres de todo el mundo ya pasaron por esta aldea, hijo -dijo el padre-. Vienen en busca de cosas nuevas, pero continúan siendo las misas personas. Van hasta la colina para conocer el castillo y creen que el pasado era mejor que el presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel oscura, pero son iguales a los hombres de nuestra aldea.
-Pero no conozco los castillos de las tierras de donde vienen -replico el muchacho.
-Estos hombres, cuando conocen nuestros campos y a nuestras mujeres, dice que les gustaría vivir siempre aquí -continuó el padre.
-Quiero conocer a las mujeres y a las tierras de donde ellos vienen -dijo el chico- porque ellos nunca se quedaron aquí.
-Los hombres traen el bolso lleno de dinero -dijo otra vez el padre-. Entre nosotros, sólo los pastores viajan.
-Entonces seré pastor.
El padre no dijo nada más. Al día siguiente, le dio una bolsa con tres antiguas monedas de oro españolas.
-Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote para la Iglesia. Compra tu rebaño y recorre el mundo hasta aprender que nuestro castillo es el más importante y que nuestras mujeres son las más bellas.
Y lo bendijo. En los ojos del padre él leyó también el deseo de recorrer el mundo. Un deseo que aún persistía, a pesar de las decenas de años que había intentado sepultarlo con agua, comida y el mismo lugar para dormir todas las noches.
El horizonte se tiñó de rojo, y después apareció el sol. El muchacho recordó la conversación con el padre y se sintió alegre; ya había conocido muchos castillos y muchas mujeres (aunque ninguna igual a aquella que lo esperaba dentro de dos días). Lo más importante, sin embargo, era que cada día realizaba el gran sueño de su vida: viajar. Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse marinero. Cuando se cansara del mar, habría conocido muchas ciudades, muchas mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.
“No entiendo cómo buscan a Dios en el seminario”, pensó, mientras miraba al sol que nacía. Siempre que le era posible buscaba un camino diferente para recorrer. Miró al cielo y calculó que llegaría a Tarifa antes de la hora del almuerzo. Allí podría cambiar su libro por otro más voluminoso, llenar su bota de vino y afeitarse y cortarse el pelo; tenía que estar bien para encontrar a la chica y no quería pensar en la posibilidad de que otro pastor hubiera llegado antes que él, con más ovejas, para pedir su mano.
“Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que torna la vida interesante”, reflexionó, mientras miraba nuevamente al cielo y apretaba el paso. Acababa de acordarse de que en Tarifa vivía una vieja capaz de interpretar los sueños. Y él había tenido un sueño repetido aquella
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