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La Carta Robada


Enviado por   •  24 de Octubre de 2012  •  4.399 Palabras (18 Páginas)  •  896 Visitas

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La Carta Robada

Por Edgar Allan Poe

Versión de Jorge Luis Borges

Nil sapientiae odiosius acumine nimio.

SENECA

EN un desapacible anochecer del otoño de 18... me hallaba en París, gozando de la doble fruición de la meditación taciturna y del nebuloso tabaco, en compañía la de mi amigo C. Auguste Dupin, en su biblioteca, au troisiéme, Nº 33 Rue Dunôt, Faubourg St. Germain. Hacía lo menos una hora que no pronunciábamos una palabra: parecíamos lánguidamente ocupados en los remolinos de humo que empañaban el aire. Yo, sin embargo, estaba recordando ciertos problemas que habíamos discutido esa tarde; hablo del doble asesinato de la Rue Morgue y de la desaparición de Marie Rogêt. Por eso me pareció una coincidencia que apareciera, en la puerta de la biblioteca, Monsieur G., Prefecto de la policía de París.

Le dimos una bienvenida sincera, porque el hombre era casi tan divertido como despreciable, y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando entró, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había venido a consultarnos, o más bien a consultar a Dupin, sobre un asunto oficial que les daba mucho trabajo.

—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha lo examinaremos mejor en la oscuridad.

Esa es otra de sus ideas raras —dijo el prefecto, que llamaba raro a todo lo que no comprendía, y vivía, por consiguiente, entre una legión de rarezas.

—Es la verdad —respondió Dupin, ofreciéndole un sillón y una pipa.

—¿Cuál es el problema? —interrogué—, ¿otro asesinato?

—No, nada de eso. El asunto es muy simple y no dudo que lo resolverán mis agentes; pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los detalles. Son muy extraños.

—Extraños y simples —dijo Dupin.

—Y bien, sí. El problema es simple, y sin embargo nos desconcierta.

—Quizá es precisamente la simplicidad lo que los desconcierta.

—¡Qué desatinos dice usted! —exclamó el Prefecto, riendo efusivamente.

—Quizá el misterio es demasiado simple —dijo Dupin.

—Y ¿Cuál es, por fin, el misterio? —le pregunté.

—Se lo diré a ustedes —contestó el Prefecto—. Se lo diré en muy pocas palabras; pero antes de empezar, les advertiré que este asunto exige la mayor reserva y que perdería mi puesto si llegara a saberse que lo he divulgado.

—prosiga —dije.

—O no prosiga —dijo Dupin.

—Un alto funcionario me ha comunicado que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; lo vieron cometer el hecho, El documento sigue en su poder.

—Cómo lo saben? —interrogó Dupin.

Lo sabemos —contestó el Prefecto— por el carácter del documento y por el hecho de no haberse ya producido ciertos resultados que surgirían si el documento no estuviera en poder del ladrón.

—Sea usted un poco más explícito —dije.

—Bien, me atreveré a decir que ese documento otorga a su poseedor un determinado poder en un determinado sector donde ese poder es incalculablemente valioso. —El Prefecto era aficionado a la jerga de la diplomacia.

—No acabo de entender —dijo Dupin.

—¿No? Bueno. La exhibición del documento a una tercera persona, que me está vedado nombrar, afectará el honor de una persona de la más encumbrada categoría. El honor y la libertad de esta última quedan, pues, a merced del ladrón.

—Para ese chantage —observé— es imprescindible que el dueño conozca el nombre del ladrón. Quién se atrevería...

—El ladrón —dijo el Prefecto— es el ministro D., que se atreve a todo. El robo no fue menos ingenioso que audaz. El documento —una carta, para ser franco— fue recibido por la víctima del posible chantage, mientras estaba sola en la habitación real. Casi inmediatamente después entra una segunda persona, de quien deseaba especialmente ocultar la carta. Apenas tuvo tiempo para dejarla abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección quedaba a la vista. En este momento entra el ministro D. Percibe inmediatamente el papel, reconoce la letra. observa la confusión de la persona a quien ha sido dirigida y adivina el secreto. Después de tratar algunas cuestiones, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, finge leerla y la coloca encima de la primera. Sigue conversando, casi durante un cuarto de hora, sobre negocios públicos. Al marcharse, toma de la mesa la carta que no le pertenecía. El dueño legítimo lo vio pero, como se comprende, no se atrevió a decir nada en presencia del tercer personaje. El ministro se fue, dejando la carta suya, que no era de importancia, sobre la mesa.

—He aquí —me dijo Dupin— lo que usted requería: el ladrón sabe que el dueño sabe quién es el ladrón.

—Sí —replicó el Prefecto—, y el ladrón ha abusado de ese poder, en los últimos meses. La persona robada se convence cada día más de la necesidad de recuperar la carta. Pero esto, como usted comprenderá, no puede hacerse abiertamente. Al fin, desesperada, me ha encomendado el asunto.

—Y ¿quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una bocanada de humo—, o siquiera imaginar, un agente más sagaz que usted?

—Usted me colma —respondió el Prefecto—, pero entiendo que muchos opinan así.

—Es evidente —dije— que la carta sigue en posesión del Ministro: en esa posesión está su poder. Vendida la carta, el poder termina.

—Es verdad —dijo G.—. De acuerdo a esa convicción he obrado. Lo primero que hice fue ordenar una busca minuciosa en la casa del Ministro; la dificultad consistía en que él no se enterara. Me han advertido que cualquier sospecha puede ser peligrosa.

—Pero —dije— usted es un especialista en esas tareas. No es la primera vez que la policía de París acomete empresas análogas.

—Ya lo creo, y por eso no he desesperado. Además, las costumbres del Ministro facilitaron las cosas. Es muy común que falte de su casa toda la noche. Tiene pocos sirvientes. Duermen lejos de las piezas de su patrón y, como son napolitanos, es fácil embriagarlos. Como usted sabe, tengo llaves que pueden abrir todos los gabinetes de París. Hace tres meses que no he dejado pasar una noche sin dirigir personalmente el examen de la casa de D. Mi honor está empeñado y, para revelar un gran secreto, la recompensa es enorme. No abandonaré la partida hasta convencerme de que el ladrón es todavía más astuto que yo. Creo haber examinado todos los rincones y todos los escondrijos en los que puede estar oculto el papel.

—¿Pero es posible —exclamé—

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