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La Escuela En 1870


Enviado por   •  24 de Mayo de 2014  •  773 Palabras (4 Páginas)  •  326 Visitas

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LA ESCUELA EN 1870

Dirijamos nuestros ojos a la escuela popular, pero veámosla, no como una necesidad de la vida social simplemente, sino como el fundamento de nuestra dicha futura. Aunque debe ser conveniente estudiar la escuela antigua con el fin de compararla con la escuela actual.

LA ESCUELA ANTIGUA

¡La escuela antigua!, i que conjunto de horrores! , i que tortura para la niñez!, i que castigo para la inocencia! En la escuela antigua el alma de toda una generación se inoculaba con el virus de una enfermedad destructora, y que no se curaba después sino merced a una lucha tremenda. ¡La escuela antigua! Hubiera debido llamarse mejor El ensayo de la aviación, porque allí se mataba el sentimiento de la dignidad que respiraba palpitante y aterrada en medio de mil tormentos ignominiosos tormentos físicos y tormentos morales. Era preciso obedecer: la buena madre consolaba al niño, lo arreglaba, le ponía la gran bolsa de Lienzo que contenía la cartilla, el Catón cristiano o el papel para planas, el plomo para rayar este, el catecismo de Ripalda y la pluma de ánsar, pintada de rojo o de verde.

Tenía la escuela un aspecto lúgubre y aterrador. Una sala ordinariamente larga, estrecha, fría: en derredor de ella había bancos, ennegrecidos por el uso, y toscamente labrados: las paredes, de un color impuro y llenas de grietas, estaban desnudas por todas partes, presentando al ojo de los niños, que busca instintivamente algo con que distraer su imaginación viva y ligera, el aspecto de una superficie monótona sucia y triste.

Allá en el fondo, y trepado sobre una pequeña plataforma con una barandilla, y a veces sin ella, se hallaba tras de una mesa cubierta con un patio fúnebre, el maestro de escuela, pobre hombre de rostro avinagrado, de mirada ceñuda, la más veces viejo, con un traje oscuro, que le daba un aire de clérigo, y casi siempre grasiento y caído. La mano, señor maestro decía tartamudeando. El maestro apenas contestaba con una especie de berrido, y el niño bajaba entonces de la plataforma, iba a colocar su sombrero en un montón donde yacían los demás, y ocupaba su banco, donde se ponía a leer en su cartilla o Catón, después de que un muchacho grande le habla señalado la lección correspondiente.

Supongamos que un niño escribía y que había concluido su plana. Iba a enseñarla al maestro y esperaba su fallo.

-¡Aquí has echado un borrón, pícaro, malvado!

-¡Señor maestro! -exclamaba el niño enclavijando las manos!.

Pero el implacable, domine empuñaba una enorme palmeta y mandaba al chico que extendiera las manos. Este rogaba; floraba, pero en vano, y acababa por extender sus - manecitas que temblaban procurando escaparse del golpe. El maestro alzaba furioso el terrible instrumento de tortura y lo descargaba dos o tres veces sobre aquellas manos de siete años, pequeñas y débiles, produciendo un chasquido sonoro como el de

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