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Camilla. Joseph Sheridan


Enviado por   •  13 de Noviembre de 2013  •  18.957 Palabras (76 Páginas)  •  438 Visitas

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Vivíamos en Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera principesca, pero en aquel rincón del mundo era suficiente una pequeña renta anual para poder llevar una vida de gran señor. En cambio, en nuestro país y con nuestros recursos sólo habríamos podido llevar una existencia acomodada. Mi padre es inglés y yo, naturalmente, tengo un apellido inglés, pero nunca he visto Inglaterra.

Mi padre servía en el ejército austríaco. Cuando alcanzó la edad del retiro, con su reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequeña residencia feudal, rodeada de varias hectáreas de tierra.

No creo que exista nada más pintoresco y solitario. El castillo está situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente levadizo, que nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre las blancas corolas de los nenúfares.

Dominado este conjunto se levanta la amplia fachada del castillo con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica. Delante del castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera discurre a lo largo de un puente gótico tendido sobre un torrente que serpentea a través del bosque.

He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros mismos si digo la vedad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado más próximo está en esa última dirección, a una distancia aproximada de siete millas.

El castillo más cercano y de cierta notoriedad histórica es del general Spieldorf, a unas veinte millas a la derecha.

He dicho “el pueblo habitado más próximo”, porque al oeste, sólo a tres millas, en dirección al castillo del general Spieldorf, hay un pueblecito en ruinas con su iglesia gótica también en ruinas; allí están las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa familia Karstein, extinguida hace tiempo. La familia Karstein poseía antaño el desolado castillo, que desde la espesura del bosque domina las silenciosas ruinas del pueblo.

Hay una leyenda que explica por qué fue abandonado por sus habitantes este extraño y melancólico paraje. Pero ya hablaré de ella más adelante.

El número de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo. Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edificios anexos, estábamos solamente mi padre, el hombre más simpático del mundo pero de edad bastante avanzada, y yo, que en la época en que ocurrieron los hechos que voy a narrar tenía solamente diecinueve años.

Mi padre y yo constituíamos toda la familia. Mi madre, de una familia noble de Estiria, murió cuando yo era aún una niña. Sin embargo, tuve una inmejorable ama, la señora Perrodon, de Berna. Era ka tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta era la señorita Lafontaine, una dama en toda la extensión de la palabra, que ejercía las funciones de institutriz, para completar mi educación.

Algunas muchachas amigas mías venían de vez en cuando al castillo y, algunas veces, yo les devolvía la visita. Éstas eran nuestras habituales relaciones sociales. Naturalmente, también recibíamos visitas imprevistas de “vecinos”. Por vecinos se entienden a las personas que habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco leguas.

Puedo aseguraros que, en general era una vida muy aislada.

El primer acontecimiento que me produjo una terrible impresión y que aún ahora sigue grabado en mi mente, es al propio tiempo uno de los primeros sucesos de mi vida que puedo recordar.

La nursery, como la llamábamos, aunque era sólo para mí, estaba en una habitación grandiosa del último piso del castillo, y tenía el techo inclinado, con molduras de madera de castaño. Tendría yo unos seis años cuando una noche, despertándome de improviso, miré a mi alrededor y no vi a la camarera de servicio. Creí que estaba sola. No es que tuviera miedo... Pues era una de aquellas afortunadas niñas a quienes se ha evitado expresamente las historias de fantasmas y los cuentos de hadas, que vuelven a los niños temerosos ante una puerta que chirría o ante la sombra danzante que produce sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si me eché a llorar fue seguramente porque me sentí abandonada; pero, con gran sorpresa, vi al lado de mi cama un rostro bellísimo que me contemplaba con aire grave. Era una joven que estaba arrodillada y tenía sus manos bajo mi manta. La observé con una especie de placentero estupor, y cesé en mi lloriqueo. La joven me acarició, se echó en la cama a mi lado y me abrazó, sonriendo. De repente, me sentí calmada y contenta, y me dormí de nuevo.

De súbito, me desperté con la escalofriante sensación de que dos agujas me atravesaban el pecho profunda y simultáneamente. Proferí un grito. La joven dio un salto hacia atrás, cayendo al suelo, y me pareció que se escondía debajo de la cama.

Por primera vez, sentí miedo y me puse a gritar con todas mis fuerzas. La niñera, la camarera y el ama de llaves acudieron precipitadamente, pero cuando les conté lo que me había ocurrido estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme. Aunque yo era una niña, recuerdo sus rostros pálidos y su angustia mal disimulada. Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la habitación, en el armario y oí a mi ama susurrar a la niñera:

-¡Mira! Alguien se ha echado en la cama, junto a la niña aún está caliente.

Recuerdo que la camarera me acarició y que las tres mujeres examinaron mi pecho, en el punto donde yo les dije que había sentido la punzada. Me aseguraron que no se veía ninguna señal.

El día siguiente lo pasé en un continuo estado de terror: no podía quedarme sola un instante, ni siquiera a plena luz del día.

Recuerdo a mi padre junto a mi cama, hablándome en tono festivo, así como preguntando a la niñera y riéndose de sus respuestas. Luego hacía muecas, me abrazaba y me aseguraba que todo había sido un sueño sin importancia.

Pero yo no estaba tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña criatura no había sido un sueño.

He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento, y muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir aparece vívida en mi mente como los cuadros de una fantasmagoría surgiendo de la oscuridad.

Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidió que le acompañara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.

-El general Sipeldorf no vendrá a visitarnos, como esperábamos – me dijo, durante el paseo.

Nuestro vecino debía pasar varias semanas en el castillo. Con él debía venir también su joven sobrina

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