Cuento La Rosa
Enviado por luze_16 • 28 de Agosto de 2013 • 1.566 Palabras (7 Páginas) • 547 Visitas
“Rosa”
José Victorino
EPISODIO HISTÓRICO
El 11 de febrero de 1817 la población de Santiago estaba dominada de un estupor espantoso. La angustia i la esperanza, que por tantos días habían agitado los corazones, convertíanse entonces en una especie de mortal abatimiento que se retrataba en todos los semblantes. El ejército independiente acababa de descolgarse de los nevados Andes y amenazaba de muerte al ominoso poder español: de su triunfo pendía la libertad, la ventura de muchos, y la ruina de los que, por tanto tiempo, se habían señoreado en el país; pero ni unos ni otros se atrevían a descubrir sus temores, porque solo el indicarlos podría haberles sido funesto. La noche era triste: un calor sofocante oprimía la atmósfera, el cielo estaba cubierto de negros i espesos nubarrones que a trechos dejaban entrever tal cual estrella empañada por los vapores que vagaban por el aire. Un profundo silencio que ponía espanto en el corazón i que de vez en cuando era interrumpido por lejanos i tétricos ladridos, anunciaba que era y general la consternación. La noche, en fin, era una de aquellas en que el alma se oprime sin saber por qué, le falta un porvenir, una esperanza; todas las ilusiones ceden: no hay amigos, no hay amores, porque el escepticismo viene a secarlo todo con su duda cruel; no hay recuerdos, no hay imágenes, porque el alma entera está absorta en el presente, en esa realidad pesada, desconsolante con que sañuda la naturaleza nos impone silencio i no se entristece.
Temblamos sin saber lo que hacemos, el zumbido de un insecto, el vuelo de una ave nocturna nos hiela de pavor i parecen presagiarnos un no sé qué de siniestro, de horrible...Eran las diez, las calles estaban desiertas i oscuras; solo al pié de los balcones de un deforme edificio se descubría, envuelto en un ancho manto, un hombre que, a veces apoyado en la muralla i otras moviéndose lentamente, semejaba estar en acecho. De repente hiere el aire el melodioso preludio de una guitarra, pulsada como con miedo, i luego una voz varonil, dulce i apagada deja entender estos acentos:
¿Qué es de tu fe, qué se ha hecho
El amor que me juraste,
Rosa bella,
Acaso alienta tu pecho
Otro amor i ya olvidaste Mi querella?
¿No recuerdas, linda Rosa,
Que al separarte jurabas,
Sollozando, Amarme siempre, i donosa
Con un abrazo sellabas
Tu adiós blando?
Como entonces te amo ahora,
Porque en mi pasada ausencia,
A mi lado, Te soñaba encantador,
Compartiendo la inclemencia
De mi hado. Torna, pues, a tus amores,
No deseches mi quebranto.
¡Que muriera,
Si ultrajaras mis dolores,
Si desdeñaras mi llanto!
¡Hechicera...!
Pone fin a las endechas un ligero ruido en los balconea i un suave murmullo que, al parecer, decía:
—¡Carlos, Carlos! ¿Eres tú?
—Si, Rosa mía, yo que vuelvo a verte, a unirme a ti para siempre.
—¡Para siempre! ¿No es Ana ilusión?
—No: hoy que vuelvo trayendo la libertad para mi patria i un corazón para ti, alma mía, tu padre se apiadará de nosotros: yo le serviré de apoyo para ante el gobierno independiente, i él me considerará como un marido digno de su hija...
—¡Ah, no te engañes, Carlos, que tu engaño es cruel! Mi padre es pertinaz; te aborrece porque defiendes la independencia, tus triunfos le desesperan de rabia...
—Yo le venceré, si tú me amas; prométeme fidelidad, i podré reducirle...
—¡Espera un instante, que en ese sitio estás en peligro!
El diálogo cesó. Después de un tardío silencio, se ve entrar al caballero del manto por una puerta escusada del edificio, la cual tras él volvió a cerrarse. Pero la calle no queda sin movimiento; a poco rato se vislumbra un embozado que sale con tiento de la casa, desaparece veloz, i luego vuelve con fuerza armada, i ocupa las avenidas del edificio: voces confusas de alarma, de súplica, ruido de armas, varios pistoletazos en lo interior, turban por algunos momentos el silencio de la ciudad. Una brisa fresca del sur había despejado la atmósfera, las estrellas brillaban en todo su esplendor y la luna aparecía coronando las empinadas cumbres de los Andes; su luz amortiguada i rojiza, contrastaba con la oscura sombra de las montañas i les daba apariencias gigantescas i siniestras. El chirrido de los cerrojos de la cárcel i de sus ferradas puertas resonó en la plaza: un preso es introducido a sus calabozos...IIA la una del día doce, estaba sentado a la mesa con toda su familia el marques de Avilés. Uno de los empleados del gobierno real acaba de llegar.
—¿Qué nos dice de nuevo el señor asesor?
—pregunta el marques.
—Nada de bueno: los insurgentes trepaban esta mañana a las siete
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