EL FAMOSO COHETE
Enviado por cnova • 7 de Septiembre de 2012 • 4.072 Palabras (17 Páginas) • 679 Visitas
El famoso cohete Oscar Wilde
El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general.
Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre.
Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las gentes.
-Parece una rosa blanca -decían. Y le echaban flores desde los balcones.
A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino.
Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano. -Vuestro retrato era bello -murmuró-, pero vos sois más bella que vuestro retrato. Y la princesita se ruborizó.
-Hace un momento Parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una
Rosa roja. Y toda la Corte se quedó extasiada. Durante los tres días siguientes todo el mundo no
cesó de repetir:
-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca! Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso;
pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte. Transcurridos aquellos tres días, celebráronse las bodas. Fue una ceremonia magnífica.
Los recién casados pasaron, cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas. Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas.
El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente los verdaderos.
Enamorados podían beber de esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedándose gris y manchoso.
-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo- Resultan tan claros como el cristal. Y el rey volvió a doblarle la paga.
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos. Después del banquete hubo baile.
Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta.
La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba:
-¡Delicioso! ¡Encantador!
El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a medianoche.
La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.
-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.
-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son, además, tan agradables como la música de mi flauta. Ya
veréis... Ya veréis...
Así, pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real; y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí.
-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés- Mirad esos tulipanes amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de verdad podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya uno podido conservar.
-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo por entero.
-Todo el lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su corazón destrozado-; pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado. Han escrito tanto sobre él, que nadie los cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero amor sufre y calla... Recuerdo que yo misma, una vez.... pero no se trata de eso aquí. El romanticismo es algo del pasado.
-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que
sabe las últimas noticias de la Corte. Pero la rueda meneó la cabeza.
-¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! El romanticismo ha muerto! -murmuró.
Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa cierto número de veces acaba por ser verdad.
De pronto oyóse una voz fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo.
Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención.
-¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.
Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando:
-¡El romanticismo ha muerto! -¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo.
Tenía algo de político y había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso conocía las frases empleadas en el Parlamento.
-¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a dormir.
No bien se restableció por completo el silencio, el cohete tosió por tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.
-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó-, por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.
-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y
...