El Medico De Los Muertos
Enviado por yuni440 • 27 de Marzo de 2013 • 3.474 Palabras (14 Páginas) • 7.299 Visitas
EL MÉDICO DE LOS MUERTOS
(JULIO GARMENDIA)
Durante muchísimos años, el pequeño cementerio había sido un verdadero lugar de reposo, dentro de sus amarillentos paredones, detrás de la herrumbrosa y alta puerta cerrada. Algunos árboles, entretanto, habían crecido; se habían vuelto coposos y corpulentos; al mismo tiempo, la ciudad fue creciendo también, poco a poco fue acercándose al cementerio; y acabó, finalmente, por rodearlo y dejarlo atrás, enclavado en el interior de un barrio nuevo. Los muertos, dormidos en sus fosas, no se dieron cuenta de estos cambios, y siguieron tranquilos algunos años más. Pero, después, hubo sorpresas. La ciudad seguía ensanchándose, años tras año, y por todas partes se buscaba ahora, como el más preciado bien, cualquier sobrante de terreno aún disponible, para aprovecharlo y negociarlo; hasta los olvidados camposantos de otro tiempo, eran arrasados, excavados y abolidos, para dar asiento a modernas construcciones. Una noche llegaron, en doliente caravana, los muertos que habían sido arrojados de otros distante cementerio (en donde una Compañía comenzaba a levantar sus imponentes bloques), y pidieron sitio y descanso a sus hermanos; éstos refunfuñaron; pero les dieron puesto, al cabo, estrechándose un poco, y juntos durmieron todos nuevamente. Pero más tarde aún, cuando fueron arregladas las calles adyacentes, el camposanto vino a quedar mucho más elevado que el nivel de la calzada, de modo que desde la calle podía verse un abrupto y rojizo talud, y sobre éste, la vieja tapia del cementerio, coronada por el follaje de los árboles y las enredaderas; brotaban éstas, igualmente, por entre el carcomido resquicio del portón, y por todos lados alargaban sus brazos y sus ganchos y zarcillos, dispuestos a agarrarse de lo primero que encontraron para sostenerse y extenderse más aún. Pronto pasaron por allí cerca los autobuses y los camiones, y esto empezó a molestar muchos a los muertos, sobre todo a los que estaban enterrados del lado del barranco que lindaba con la calle. La tierra se estremecía, trepidaba y los removía en sus fosas, cada vez que una de aquellas pesadas máquinas pasaba. Ellos se daban vuelta, se tapaban los oídos, se acomodaban lo mejor que podían. Pero el poderoso y confuso rumor de la ciudad vino, al fin, a sacarlos de aquel inquieto sueño intermitente; empezaron, entre ellos, a cambiar misteriosas señales subterráneas, y una noche, previo acuerdo probablemente, salieron varios muertos de sus tumbas, y acordaron ir en busca del Celador del cementerio para exponerle sus quejas. A poco andar, no sin s–orpresa, descubrieron que ya no había ni celador, ni capilla, ni nada que se les pareciera. El camposanto había sido clausurado –esto era evidente–, desde incontables años atrás, y nadie del mundo de los vivos entraba nunca allí…
–Esto ha cambiado mucho, mucho… –dijo uno de los difuntos, echando un vistazo en derredor–. Recuerdo muy bien que, cuando a mí me trajeron a enterrar, quedé materialmente cubierto de rosas, azucenas y jazmines del Cabo; no veo ahora ninguna de estas flores por aquí; sólo paja; paja y verdolaga, e insignificantes florecillas, de ésas que no tienen nombre alguno…
–Mi tumba –dijo otro–, era un riente jardín; mil flores lo adornaban; daba gusto sentirse ahí debajo. No podía yo verlas ni deleitarme con su aroma y sus colores; pero, en cambio, pasé años y años entretenido, viendo desarrollarse y avanzar las mil y mil raíces que crecían junto a mi fosa. Nada hay tan interesante y apropiado para un buen observador subterráneo; el crecimiento, el forcejeo, los juegos y las luchas de las raíces entre sí; sus tácticas y astucias, constituyen el más apasionante espectáculo que puede contemplarse bajo la haz de la tierra. Casi un siglo he pasado yo observándolo, y no me parece más que cortos minutos. Pero ocurrió, finalmente, algo tremendo… Una enorme raíz, un verdadero gigante subterráneo que desde hacía unos setenta años se acercaba a paso lento y cauteloso, acabó por llenar completamente el sitio, desalojando y empujando a todas las demás raíces, grandes o pequeñas. Yo mismo me vi casi tapiado y comprimido por este horrible monstruo del subsuelo…
–Me acuerdo ahora –murmuró alguien, de repente, interrumpiendo este discurso–, me acuerdo ahora que por aquí mismo fue enterrado, cierta vez, Pompilio Udano, quien fuera nuestro Celador Principal por largo tiempo…
Se pusieron a mirar entre las cruces todas caídas, torcidas o medio hundidas en la tierra. De pronto, descubriendo bajo un oscuro ciprés lo que buscaban, y acercándose bastante, pudieron leer, a la luz de sus propias cuencas vacías –aunque dificultosamente, a la verdad–, el borroso epitafio del antiguo Celador del camposanto.
Tocaron, discretamente, en la losa. Dieron luego fuertes golpes en el suelo, con los puños cerrados. Como nadie respondía tampoco, dobló el espinazo uno de los presentes y acercando el hueco de la boca al hueco de una de las grietas del terreno, lanzó por allí insistentes llamadas en voz alta.
–¡Pompilio! ¡Pompilio Udano! ¡Señor Pompiliooo!
Se deslizó él mismo, todo entero, por la grieta, y desapareció completamente de la vista. A poco pudo oírse el rumor de una animada conversación entablada en el fondo de la cueva, y no tardó en surgir de nuevo el visitante, a la vez que por una segunda grieta aparecía, un poco más lejos, el propio señor Pompilio Udano.
Discutióse el asunto un buen rato, y Pompilio opuso una fría negativa a reasumir la responsabilidad del orden y la paz del camposanto, pues no se consideraba ya obligado a ello, dándose por muerto. -1-
A causa de mi lamentada desaparición –explicó, con franca egolatría, el señor Pompilio–, el camposanto fue definitivamente clausurado; desde entonces, en todo ese tiempo, sólo una vez subí a la superficie, por un rato, llamado, lo recuerdo, por el médico…
–¿Por el médico? –preguntaron varías voces.
–Sí; ¿no saben que tenemos aquí un médico?
–No lo sabíamos; no lo sabíamos –respondieron, todos a la vez.
–Bueno es saberlo –añadió uno–. Aunque a mí nunca me duele nada –agregó al punto; tocando madera en una cruz vecina.
–¡Claro! –le replicó, sin más tardar, un amargado esqueleto allí presente–. ¡Claro! Si tú estás bien instalado en tu tumba de las mejores; en las más seca y tranquila de todo el cementerio, y si no fuera por el barranco…
–Llamemos al médico a ver qué opina –propuso alguien, volviendo a dirigirse al Celador y tratando, al parecer, de evitar que resurgieran, juntos con los restos de los difuntos, recriminaciones
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