La Esfinge Sin Secretos
Enviado por tamar-picos • 1 de Noviembre de 2013 • 2.056 Palabras (9 Páginas) • 400 Visitas
LA ESFINGE SIN SECRETO
UN AGUAFUERTE
Una tarde, estaba yo sentado en la terraza del Café de la Paix contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisiense y maravillándome, mientras tomaba mi vermú, del extraño panorama de orgullo y de pobreza que pasaba ante mí, cuando oí que me llamaban por mi nombre. Me volví y vi que era lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde que íbamos juntos a la Universidad, hacía casi diez años, así es que estuve encantado de haber dado de nuevo con él, y nos estrechamos cordialmente la mano. En Oxford habíamos sigo grandes amigos. Yo le estimaba muchísimo, siendo como era bien parecido, muy alegre y honrado. Solíamos decir de él que hubiera sido el compañero perfecto si no hubiera dicho siempre la verdad, pero creo que en realidad le admirábamos más por su franqueza. Le encontré muy cambiado. Parecía preocupado y confuso, y daba la impresión de que le inquietaba alguna incertidumbre. Yo tuve la sensación de que no podía tratarse del escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía en el Pentateuco con tanta seguridad como en la Cámara de los Pares; así es que saqué la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.
-No entiendo suficientemente bien a las mujeres -replicó.
-Mi querido Gerald -dije yo-, las mujeres están para ser amadas, no para ser comprendidas.
-Yo no puedo amar si no puedo confiar -contestó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé; cuéntamelo todo.
-Vamos a dar un paseo en coche -respondió-; hay demasiada gente aquí. No, un coche amarillo no, de cualquier otro color... Ese verde oscuro nos valdrá.
Y unos minutos después íbamos al trote de los caballos por el bulevar, camino de la Madeleine.
-¿Adónde te parece que vayamos? -pregunté yo.
-¡Oh, adonde tú quieras! -contestó él-; al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me dirás cómo te van las cosas.
-Yo quiero que me hables primero de tu vida -dije-. Cuéntame tu misterio.
Sacó de su bolsillo un pequeño estuche de piel marroquí con cierre de plata y me lo entregó. Lo abrí. Dentro había una fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y extrañamente pintoresca, con sus grandes ojos indecisos y sus cabellos sueltos. Parecía una clairvovante1, y estaba envuelta en ricas pieles.
1 «Vidente», «adivinadora». En francés en el original.
-¿Qué piensas de esa cara? -dijo-, ¿te parece sincera?
La examiné cuidadosamente. Me parecía el rostro de alguien que tuviera un secreto, pero yo no hubiera podido decir si ese secreto era bueno o malo. Su belleza era una belleza moldeada a base de misterios -de hecho, una belleza psicológica, no plástica- y la débil sonrisa que jugueteaba en sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Y bien -exclamó impaciente-, ¿qué dices?
-Es la Gioconda envuelta en pieles de cebellina2 -respondí-. Cuéntame todo lo referente a ella. -Ahora no -dijo-; después de la cena.
Y se puso a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero nos hubo servido el café y los cigarrillos recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces la habitación, y arrellanándose en un sillón, me contó la siguiente historia:
«Una tarde, aproximadamente a las cinco -dijo-, estaba yo paseando por Bond Street. Había una tremenda aglomeración de carruajes, y el tráfico estaba casi detenido. Cerca de la acera estaba parado un pequeño coche amarillo tirado por un solo caballo que, por alguna razón, atrajo mi atención. Al pasar junto a él se asomó la cara que te mostré esta tarde. Me fascinó inmediatamente. Toda aquella noche no hice más que pensar en ella, y estuve paseando arriba y abajo esa maldita calle todo el día siguiente, escudriñando todos los carruajes, y esperando que fuera el amarillo de un caballo; pero no pude encontrar ma belle inconnue3 y, finalmente, empecé a pensar que no era más que un sueño.
Aproximadamente una semana después, fui invitado a cenar a casa de madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho, pero a las ocho y media estábamos todavía esperando en el salón. Por fin, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer a quien había estado yo buscando. Entró muy lentamente, pareciendo un rayo de luna vestida de encaje gris, y para mi inmenso gozo se me pidió que la acompañara al comedor. Después de habernos sentado, observé con la mayor inocencia:
2. Hay en la descripción que se hace del retrato un eco del juicio crítico que hizo de la Gioconda Walter Pater -cuyas ideas estéticas cobran vida en la obra literaria de Oscar Wilde-, en su obra Estudios en la historia del Renacimiento (1873).
Pater escribe: «Es una belleza moldeada desde dentro e impuesta sobre la carne, el depósito, célula a célula, de extraños pensamientos y fantásticos ensueños y exquisitas pasiones.»
3. «Mi bella desconocida.» En francés en el original.
-Creo que la he visto en Bond Street hace algún tiempo, lady Alroy.
Se puso muy pálida y me dijo en voz baja:
-Por favor, no hable tan alto, pueden oírle.
Me sentí desdichado por haber hecho tan malos comienzos, y me sumergí temerariamente en el tema del teatro francés. Ella hablaba muy poco, siempre con la misma voz baja musical, y parecía como si temiera que alguien estuviera escuchando. Me sentí apasionada y estúpidamente enamorado, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba excitaba mi más ardiente curiosidad. Cuando iba a marcharse, lo que hizo muy pronto después de acabada la cena, le pregunté si podría ir a visitarla. Ella vaciló un instante, lanzó una mirada alrededor para ver si había alguien cerca de nosotros y luego dijo:
-Sí, mañana, a las cinco menos cuarto.
Pedí a madame de Rastail que me hablara de ella; pero todo lo que pude saber fue que era una viuda y que tenía una hermosa casa en Park Lane; y como algún pelmazo científico empezó una disertación sobre las viudas, poniéndolas como ejemplo de la supervivencia de los más aptos en la vida matrimonial, abandoné la reunión y me fui a casa.
Al día siguiente, llegué a Park Lane puntualmente a la hora, pero el mayordomo me dijo que lady Alroy acababa de salir. Me fui al club, sintiéndome muy desgraciado y muy desconcertado, y
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