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Pepe Ruiz


Enviado por   •  20 de Febrero de 2012  •  1.833 Palabras (8 Páginas)  •  663 Visitas

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lo pasajero: era Periñón. Cuando me vio en el mirador me llamó con el brazo e hizo que el coche, en vez de

entrar en la casa, diera vuelta en la plazuela y quedara listo para regresar cuesta abajo.

— ¿A dónde vamos? —le pregunté cuando me senté a su lado. —A la casa del Reloj. El cochero hizo tronar el

chicote. —¿Qué hay allí?

Me describió la tertulia de la casa del Reloj. Era un grupo de amigos, me dijo, que se juntaban de vez en cuando

para platicar, leer algo que hubieran escrito, ensayar alguna comedia o "discutir algún asunto que les pareciera

importante".

—No es nada del otro mundo —me dijo— porque en Cañada no hay nadie del otro mundo, pero se pasa el rato.

Cuando pienso en esta manera de presentar el asunto me admira cómo Periñón, sin decir mentiras, evitó decirme la

verdad.

—Nos pareció —siguió diciendo— que ahora que vivirá en Cañada, lo más natural es que asista a la tertulia. Por

supuesto, si usted quiere.

Dije que me parecía bien.

—Me alegro —dijo él—, porque Diego y yo nos tomamos la libertad de proponerlo como socio y los demás

quieren conocerlo.

Comprendí que todavía no había sido aceptado. Le dije que, francamente, no me sentía con ánimos de pasar otra

prueba aquel día y él me contestó, como solía hacer a veces, dándome confianza, pero sin comprometerse:

—Don Matías, está usted entre puros amigos. Una bandada de murciélagos salió de una casa vieja y se perdió en

lontananza. Periñón me advirtió:

—Usted tiene una manera de expresarse que a veces desconcierta.

Volvió a lo que yo había dicho la noche anterior sobre el capitán Serrano.

—No vuelva a decir que lo defendió porque estaba borracho, diga nomás que lo hizo porque está de acuerdo con

él.

Para excusar la advertencia, me explicó:

—No todos los que va a conocer dentro de un momento son listos.

El coche salió a la plaza principal, dimos vuelta en la banqueta, pasamos frente a la iglesia y nos detuvimos en los

portales, ante una de las mejores casas del pueblo. En la corniza había un copete con un reloj. Cuando apeábamos vi

que un hombre que iba cruzando la plaza se había detenido y se quitaba el tricornio para saludarme. Era el licenciado

Manubrio.

La casa del Reloj era la única en todo Cañada que a aquellas horas tenía el portón cerrado. Periñón dio cuatro

aldabonazos pausados y un mozo, que ha de haber tenido la mano en la tranca, nos abrió inmediatamente. Pero una

vez que entrarnos, en vez de acompañarnos, se quedó echando la tranca al portón.

Periñón y yo cruzamos el patio en penumbra. Había una fuente y macetas con geranios. Cuando empezábamos a

subir la escalera oí voces.

— ¡Qué delicia respirar este aire fresco! —dijo la corregidora apareciendo en el corredor del primer piso—. Yo

vivo cautiva. Nunca salgo ni siquiera a este balcón.

Hablaba en un tono que me pareció artificial. El presbítero Concha llegó junto a ella y le habló:

— ¿Y ese papel que tienes en la mano? Ella lo miró sin comprender.

— ¿Papel? ¿Cuál papel? ¡Ah, este que tengo en la mano! Es una canción que el maestro de canto me dejó

aprender para la próxima clase.

—Daca pa acá —dijo el presbítero queriendo quitárselo —que quiero ver la letra.

La corregidora echó el papel al patio.

— ¡Ay, ya se me cayó el papel donde está la canción! —dijo. —Pronto, ve a recogerlo antes de que se lo lleve el

viento.

— ¡Que los diablos me carguen! —dijo Juanito y empezó a bajar la escalera.

Ella asomó a la balaustrada y dijo:

— ¡Recoja el papel y escóndase!

Fui a donde estaba el papel y lo recogí, pero cuando me incorporaba vi que Ontananza estaba frente a mí con la

mano extendida.

—Esa carta es para mí —dijo, —me la quitó y luego, mirando hacia arriba, explicó—. Aquí apareció otro Lindoro.

Se oyeron risas. En el corredor asomaron una docena de caras. Periñón me puso una mano en el hombro y me dijo:

—Están ensayando La precaución inútil, una comedia. Subí la escalera entre Periñón y Ontananza —he de haber

estado rojo de vergüenza— y Diego fue a encontrarme al descanso, con los brazos abiertos.

— ¡Bienvenido a la tertulia de la casa del Reloj! —me dijo y me dio un abrazo.

Después fuimos a un salón en el que había un candil muy grande y allí me presentaron a la reunión. Al recordar

este acto a la luz de los treinta años pasados, me asombra la variedad de suertes que el destino nos reservaba a los

que estábamos allí. La mayoría están muertos, pero mientras unos descansan en el altar de la Patria, los huesos de

otros yacen en tierra bruta porque en ningún cementerio quisieron recibirlos.

Aparte de los que habíamos comido aquel día en la casa de La Loma estaba el capitán Adarviles, pero no el mayor

ni el coronel, estaba el presbítero pero no el padre Pinole, todos eran gente decente, pero no había ningún español;

había dos mujeres: la corregidora y Cecilia Parada, hoy mi esposa, que era entonces una muchacha callada, de ojos

verdes, vestida de negro.

—La señorita viene aquí en representación de su padre, que está enfermo —dijo Diego. Cecilia no dijo nada.

Estaban don Emiliano

...

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