La Carcel
Enviado por karlitronki • 5 de Mayo de 2013 • 1.581 Palabras (7 Páginas) • 273 Visitas
Las peleas han caído el 78% desde que reos y vigilantes protagonizan un ensayo que obliga a repensar la cárcel
EL COMERCIO entra en las celdas de la zona más conflictiva de la prisión
Alberto mueve ficha, Juan estudia cómo ganarle, y el ajedrez se libra al mediodía, frente una playa imaginaria. Los presos la pintaron en el muro de este patio suyo. Se ven gaviotas, sol, y casi puede respirarse un viento «que muchos llevan 15 años sin sentir», confía el centinela que les vigila los movimientos. También él lleva 15 años obligado a tenérselas con asesinos, fundamentalistas y reos que apalizaron a otro funcionario. Estamos en el módulo de aislamiento, la última estación del sistema penitenciario. Aquí es donde acaban 30 delincuentes y 20 guardias, los más duros de Villabona, para disputar una partida cuyas reglas ambos bandos decidieron cambiar en 2007.
«Lo de antes era un fracaso» -admite Raúl, uno de los veteranos- «los presos venían aquí y los poníamos a 'secar'; se entendía que entraban para castigarles hasta que recapacitaran. Yo me pasaba todas las semanas en el juzgado». El verdadero nombre de este funcionario, escrito en internet, confirma un rastro de páginas en las que los reos detallan esa política de 'mano dura'.
Son reos difíciles, «irreflexivos, con un temperamento que salta de 0 a 100 en un segundo», justifica otro vigilante. Lo dice y le vuelve a la cabeza una tarde. Estaba comiendo cuando un estruendo de gritos y golpes salidos del primer piso inundó todo el módulo. «Ahí pasas lo peor, estás tranquilo y de repente se te declara una movida; aquel día los internos lo destrozaron todo, acabaron con nueve celdas, con muros de hormigón, con todo lo que pudieron».
Antes de que cambiaran las cosas, cada interno protagonizaba una media de 5,5 peleas al año como reacción a «un régimen muy estricto». Así lo admite Esteban Suárez, director del centro penitenciario: «No había ningún tipo de actividad y el interno salía sólo una hora al patio».
El resto, las otras 23 horas, las pasaba encerrado en una celda de 20 metros cuadrados, cama minúscula, ventana desde la que todos los días se ve el mismo muro, el mismo transformador eléctrico, el mismo puñado de eucaliptos en el mejor de los casos. Es el castigo de silencio. Para probar un sorbo, basta quedarse quieto un momento, callado, y contar cómo pasan los segundos. Un minuto se hace largo. Una condena de años, insoportable. Y gritar parece inútil cuando la puerta tiene un palmo de grosor y sistema de triple cierre.
El celador aprieta el botón para abrirle esa puerta a Pedro. Es un preso llegado de la cárcel de Topas tachado de «extremadamente peligroso». Viste mono azul, luce pocos dientes y tiene demasiados años para satisfacer semejante cartel. Delante de la habitación, ríe como un niño y se hace el extraviado: «¡No la encuentro, no la encuentro!». El celador lo tiene claro. «Está mal de la cabeza, pero como el juez no lo reconoció así en su día, ahora es difícil volver a catalogarle; hay muchos de estos por todas las cárceles. Antes había psiquiátricos y los mandaban allí».
Habla con orden, pero usa palabras cargadas de pena. Es un deje sobre el que se ha cimentado el nuevo régimen. Un superior cuenta que los vigilantes de primer grado son gente escogida: «Han demostrado sangre fría, autocontrol y arrojo, y por eso se les envía al lugar donde más falta hacen». Sin embargo, la decisión funciona en ellos como una condena. Los funcionarios de seguridad «están también presos, porque fuera de la cárcel tienen un desprestigio enorme, se les ve como represores o gente que aprieta un botón».
Vigilantes y vigilados quedan así unidos en una ignominia a la que decidieron enfrentarse «de puro hartazgo, esa es la verdad». Lo explica Raúl: «Cuanto más duro eras con el interno, más violento se volvía él para protegerse. A mí me traumatizaba ver cómo en ese estado terminaban condena y salían a la calle; me aterraba la idea de que pudieran cruzarse en la calle con mi familia».
Es un temor del que era partícipe Mercedes Gallizo, la secretaria general de Instituciones Penitenciarias. Por eso hace tres años convocó a los responsables de tres módulos de primer grado. A todos les invitó a reinventar la cárcel. «La idea es romper los muros entre internos y funcionarios y lograr una cogestión, porque al final todos estamos en el mismo barco», repite Raúl. «A él, como a mí, nos interesa que salga de aislamiento cuanto antes».
Transportar esta orden desde los pasillos del Ministerio del Interior a las celdas de Villabona no fue fácil. Los golpes habían dejado minas
...