Percibir La Singularidad
Enviado por miensayo.10 • 20 de Agosto de 2014 • 1.850 Palabras (8 Páginas) • 481 Visitas
Percibir la singularidad, y también las posibilidades, en las relaciones educativas: ¿Una pedagogía de la singularidad?
La preocupación por la igualdad
Ya lo he dicho al principio: no hay dos iguales. Y sin embargo, la aspiración a la igualdad parece estar siempre presente, uno de aquellos valores incontrovertibles (que no se puede cuestionar o poner en duda).
Se trata, de una de aquellas grandes palabras que tiene que ver con aspiraciones abstractas de las que no tenemos experiencia. El amor es también una gran palabra, pero que está en relación con experiencias en las que buscamos las cualidades del amor, en las que podemos decir si era o no era amor aquello que sentimos, que vivimos, o aquello que vimos en alguien. Pero ¿qué pasa con la igualdad? Que actúa como un ideal que nos habla de un mundo que no es; nos habla de aquello a lo que se aspira, de grandes principios, de fundamentos del derecho, etc., Y cuando se pone en relación con lo concreto, lo hace desde la norma que exige tratar o pedir a todos lo mismo. En educación, esa norma suele ser la de actuar pretendiendo o bien una igualdad de partida (todos son o los considero iguales), o bien una de proceso (a todos los trato igual), o bien una de llegada (de todos pretendo lo mismo).
Siempre que hablamos de igualdad operamos un reduccionismo en la experiencia, para hablar de aquello que iguala, o que se iguala, o que se presenta como igual. Y entonces, “igual” se equipara a “idéntico” o a “lo mismo” y ser idéntico homogeneiza, o elimina, en relación a lo comparado como igual, todo lo que era diferente. Por esto pasa que la igualdad siempre hace referencia a un común, algo a lo que compararse, a lo que “igualarse”. Es con esto con lo que se responde a la pregunta ¿iguales a qué?, o a esta otra ¿iguales a quién? Ambas preguntas remiten a un referente idealizado. Las mujeres, hacia los hombres; las gentes llamadas de color, hacia las llamadas blancas; quienes tienen discapacidades, hacia los ¿“normales”?, etc. Y esto ocurre incluso en la pregunta que parecería escaparse de esta trampa: ¿iguales en qué? Y es que siempre hay un referente que, en cuanto tiene contenido concreto, nos devuelve a las otras dos preguntas: iguales en aquello que se considera como aspiración o deseabilidad y que está lleno de referentes, de contenidos de lo social o de lo personal que representan ciertos ideales, imágenes, atributos, modos de ser que se proponen iguales para todos. No hay forma de escaparse de esto.
El peligro del lenguaje de la igualdad es ignorar o suprimir todo aquello que no queda igualado, esto es, identificado en lo mismo. Y, al estar instalado en la imaginación de la igualdad, corre el peligro de identificar cualquier diferencia con una “desigualdad”, y con una deficiencia, con una anormalidad.
Es probable que en gran medida estemos todos constituidos (o al menos, afectados) por un lenguaje (y todo lo que hemos visto que representa). Y bien sabemos que muchos de los discursos educativos, son dependientes de lo que podríamos llamar “la ideología de la igualdad”. Discutir la lógica de la igualdad no es defender la desigualdad. Es más bien plantear que no son estas las palabras que nos ayudan a ver, a pensar y a hacer lo necesario. De lo que se trata es de partir de otro lugar que no esté atrapado en este juego de oposiciones entre igualdad-homogeneidad-mismidad y desigualdad-deficiencia-anormalidad, para poder ver algo más conectado con la experiencia, con lo concreto, con lo particular. Y es que lo educativo no puede pensarse (ni menos hacerse) desde un lenguaje que no se vincule con la experiencia, esto es, con lo que acontece, con lo que podemos experimentar en nosotros mismos, con lo que podemos ver, sentir y hacer. Necesita un lenguaje que lo podamos sentir como próximo y propio, aquel que nos podamos pensar a nosotros y a nuestras relaciones.
Plantearse lo educativo requiere de aquel lenguaje que nos permite conectarnos con lo particular, y que nos mueve a la acción. Aquel que nos permite preguntarnos y respondernos en concreto sobre las relaciones educativas, sobre lo que tiene sentido para quienes en ellas nos acompañan. En la distancia corta, la de la relación personal, que es la que sostiene la práctica educativa, el lenguaje de la igualdad se deshace, porque uno no es ni igual ni desigual; uno es quien es. La mirada que sobre las personas en educación desde la igualdad, ya sea igualdad de partida (todos son o los considero iguales), de proceso (a todos los trato igual), o de llegada (de todos pretendo lo mismo), afecta de una manera inadecuada a la relación educativa. Esto es algo que sabe cualquier madre en la relación con todos y cada uno de sus hijos e hijas: que no hay dos iguales; que cada uno reacciona de forma diferente, tienes cualidades y dificultades singulares; que requiere ser tenido en cuenta de forma particular; que aún perteneciendo a la misma familia tiene su propia biografía, sus propias vicisitudes, o su forma propia de encarar incluso las que pudieran ser compartidas; y que, en definitiva, hará con su vida algo distinto. Y si miro a cada una y a cada uno de mis estudiantes lo sé: la educación no es un problema de igualdad, sino de lo adecuado a cada una o a cada uno. La igualdad, como valor, no habla de lo fundamental: que cada niño, cada niña, cada joven pueda tener una relación de amor y cuidado para que pueda desarrollar aquellos recursos que le permitan tener una vida digna, teniendo en cuenta su singularidad, su necesidad, su deseo.
¿Diversidad?
¿Es el lenguaje de la diversidad la solución? no. Si bien es cierto que apareció como un intento de superar la perspectiva de una escuela concebida como homogénea, como formada por alumnos todos iguales, todos lo mismo, o mejor, de una escuela con prácticas escolares dirigidas tan sólo a un sector de alumnos, los “normales”, sin embargo, la imagen
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