El gran Origen
Enviado por Fakku Mordelon • 5 de Septiembre de 2016 • Tarea • 1.784 Palabras (8 Páginas) • 266 Visitas
El gran Origen
Había estado acercando su rostro al fuego tan cerca y durante tanto tiempo que su piel quemada se había acostumbrado al humo ardiente de la fogata que los mantenía vivos. Ese había sido «El gran invierno», el más longevo y frío que llegó a recordar aquella tribu. Las ráfagas septentrionales habían mermado la caza a tal punto que los dos gigantescos y regordetes alces diarios o el monumental bisonte semanal habían sido reducidos por los tres lagartos huesudos, la enana y jugosa liebre o las nueces que encontraban de provisión en algunos troncos de animales seguramente ya muertos; las ráfagas habían impedido la salida y la expedición de lugares más aptos para la supervivencia, pues traían consigo tantos cúmulos de densa y pura nieve, que a los menores y a las mujeres de piernas cortas y a la última embarazada les era difícil poder avanzar sin demasiada dificultad.
A pesar de todo, una vez acabadas las muchas provisiones que habían alcanzado a recoger, la tribu decidió que se debía mover, y así lo intentó. Era uno de tantos días en que los vientos azotaban con crueldad los caminos del bosque. El contacto con el exterior de la cueva les quemó los párpados y labios instantáneamente. Ni los que traían encima sus tres capas de piel de bisonte se vieron refugiados ante el frío abrasador. Llevaban todos sus utensilios en las pieles sobrantes más delgadas: los cuencos en que lograban beber algo de nieve derretida, los mazos de piedra y madera, y unos cuantos troncos delgados que no estaban húmedos; no se atrevieron a empacar su lanzas por dos motivos: por si veían alguna presa a la cual cazar, y porque para el camino necesitarían de un apoyo más que el de sus piernas. Las jornadas fueron acompañadas por un sol naciente, competente solo para iluminar e indicar que era de día, pues el frío era tan intenso que durante el viaje nunca se supo dónde estaba el sol; no solo había llegado a espesar aun más las nubes, sino que había logrado cambiar el color del mundo. «Desde que llegó el invierno, oscureciéronse las tierras», decía Ahridgar, la mayor sabiente de las hojas y frutos de los bosques todos.
El primer atisbo de esperanza que llegó a conocer la tribu, fue a causa de los ojos de Ahukalar, uno de los cazadores. Esta esperanza era de humo espeso: lo único cálido en medio del desierto invernal. Los demás inviernos que había presenciado la tribu se descongelaban cuando sus provisiones recién empezaban a acabarse, sin embargo, El gran invierno parecía que estuviera en aquellos días de auge, tempestuosos y devastadores, cuando los obligó a desalojar su resguardo; era una cueva reconfortante, aunque muy mal situada, era la primera vez que Oispol no profetizaba el espacio más propicio para un mantenimiento en el invierno, porque la escasez de alimento abundaba cerca de ella, o al menos en esos días. Oispol se había desconcertado de tal forma que había hablado mirando al suelo y no al infinito horizonte: «A esta naturaleza no la conozco». Lo que llegó a aterrar más a todos, en especial a Ahukalar al mostrarle el extraño humo, es que Oispol enmudeció. El humo era inusual, Ahukalar sintió por un instante, al ver esa humareda salir de aquella montaña, una sensación de ardor y calidez en el rostro como cuando se acercaba a las fogatas de la cueva… sí, salía de una montaña nívea, helada y blanca. Era lo más prodigioso y aterrado que alguna vez la tribu había visto.
La ruta estaba decidida. Una vez Ahukalar les avisó sobre el extraño y reconfortante fenómeno, acordaron ir allí. La única preocupación que los invadía era que parecía un largo camino… sin embargo, era lo único que se divisaba: en sus alrededores solo había blanco y más blanco. Los vientos fueron desmedidos, hacían todo lo posible por impedir que la densa niebla se despejara, por el contrario, parecía que estuvieran en un constante remolino de viento en el que dicha niebla los perseguía a donde sea que fueran; y la fuerza de estos eran tan grande que los caminantes confundían el movimiento de ramas y troncos de los árboles con ataques o huidas de animales. En varias ocasiones escucharon avisos, «¡Alce!», «¡Bisonte!», «¡Venado!», casi todas fueron falsas alarmas. Ya era usual recoger las lanzas que habían clavado sagazmente en un tronco que los había engañado. Sin embargo, hubo una excepción; uno de los niños lo vio acercándose… era incoherente el que estuviera ahí, pues se supondría que los de su tipo estaban invernando: un oso gigante se acercó con tal ímpetu, que si no hubiera sido por el grito del niño, hubieran muerto más de tres. Sintieron culpa todos, pues solo por aquella vez, por ser un niño el del grito, y porque estaban exhaustos de tanto tirar y despegar lanzas, no atacaron tan rápido a la bestia, el resultado fue el asesinato de la embarazada, de la madre más vieja y del niño que gritó antes de morir.
En sus adentros, y sintiéndose bastante culpable, Ahridgar pensó: «Pero tenía que pasar…, si el oso no hubiéralos matado, no aguantaríamos un día más». Y afirmaba cada vez más su afirmación al ver cómo todos devoraban esa carne de oso y cómo despedazaban hebra por hebra saboreando la jugosa e hirviente sangre que se les escurría por sus barbas o que empegotaba sus gruesas pieles. Guardaron el alimento restante con nieve envueltos en cuero de venado. Los que menos abrigos tenían, confiscaron para su viaje la piel del oso que los había salvado de una muerte inminente.
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