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2 Veces Junio


Enviado por   •  6 de Octubre de 2014  •  29.261 Palabras (118 Páginas)  •  412 Visitas

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Cuatrocientos noventa y siete

I

El cuaderno de notas estaba abierto, en medio de la mesa. Había una

sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: “¿A

partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”.

II

Suponíamos con razón que, habiendo números de por medio, se trataba

de una simple cuestión de azar. Claro que muchas veces la ciencia se vale

también de cifras, y los números sirven a los cálculos más racionales.

Aquí, sin embargo, se trataba de un sorteo, y en los números no se jugaba

otra cosa que la suerte.

III

Descubrí que, al lado del cuaderno de notas, estaba la birome con la

que esa nota había sido escrita. Una birome rota en el extremo,

evidentemente porque alguien descargaba sus nervios mordiendo el

plástico ingrato. Tomé esa birome, tratando de no tocar la parte rota: tal

vez estuviera húmeda todavía. Mi pulso por entonces ya era bueno. Era

capaz de enhebrar un hilo hasta en las agujas más pequeñas. Por eso pude

agregar el trazo faltante a la letra ese, y que no se notara que había habido

una corrección posterior. Desde siempre parecía haber sido una zeta, tal lagracia de la colita que yo adosé en la parte de abajo de la letra. Ahora la

ese era una zeta, como corresponde.

Pocas cosas me contrarían tanto como las faltas de ortografía.

IV

La radio dijo: “número de orden”. “Seiscientos cuarenta.”

Seiscientos cuarenta era yo.

La radio dijo: “sorteo”. Y dijo: “cuatrocientos noventa y siete”.

Nos miramos. Se hizo un silencio. La radio seguía, pero con otros

números que ya no teníamos que escuchar. Habíamos estado ahí desde las

siete menos diez de la mañana, cuando todavía era de noche.

Mi padre dijo: “Tierra”.

Mi madre dijo: “A mí se me mezclan los números. Me parece que el

tuyo es el que habían dicho antes. No sé bien cuál era. Me parece que era

uno bajito”.

Mi padre dijo que él se sentía muy orgulloso. Y era verdad: tenía en los

ojos un brillo como de lágrimas que no iban a salir.

V

Dejé el cuaderno donde estaba, abierto en esas mismas páginas, en

medio de la mesa. Al lado del cuaderno dejé la birome. No había en esa

mesa nada más, excepto el teléfono. Y no había en esa habitación otra

cosa que la mesa, la mesa con el teléfono, el cuaderno, la birome, y

además de la mesa dos sillas, una de las cuales yo ocupaba, y por último

un cesto de papeles que estaba vacío. Pero de repente, sin ningún motivo,

me sentí observado. Sabía que en realidad nadie me observaba, que la

puerta estaba cerrada y la única ventana que había daba absurdamente a

un muro mugriento. Me sentí observado y era solamente una impresiónque yo tenía. En la pared había un crucifijo, y a mí me parecía que Cristo

me miraba. Debajo del crucifijo había un cuadro de San Martín envuelto

en la bandera, y a mí me parecía que San Martín me miraba. Cristo tenía

los ojos para arriba, seguramente era el momento en que le preguntaba al

padre que por qué lo había abandonado. Y sin embargo, yo tenía la

sensación de que me miraba a mí. San Martín miraba para el costado, de

reojo, torciendo la vista pero no la cara, como si algo inesperado lo

hubiese distraído justo en el momento en que le sacaban la foto (aunque

no se tratara de una foto). Miraba para el costado, pero yo tenía la

sensación de que me miraba a mí.

También el teléfono de pronto me intimidó. Sé que su mérito consiste

en trasladar los sonidos a distancia: los sonidos, y no las imágenes. Pero

tenía el poder de acercar a alguien que estuviese ausente, que estuviese

lejos, y en cierto modo hacerlo entrar en esa habitación perfectamente

cerrada. Por eso, aunque se tratara de un teléfono, y aunque ese teléfono

estuviese colgado y mudo, me daba la impresión, por el solo hecho de

estar ese aparato ahí, de que alguien podía observarme. Me daba la

impresión, y poco importa que la idea no tuviese sentido, de que alguien

podía haberme visto corregir la frase del cuaderno, agregarle a la ese el

trazo que le faltaba para convertirse en una zeta, que era como tenía que

ser.

VI

Al día siguiente compramos el diario. Mi madre no había dejado de

decir que el recitado de los números en la radio se había vuelto confuso y

que no era seguro qué número venía después de cuál, ni qué número

correspondía a qué número.

Por eso compramos el diario al día siguiente. Mi madre dijo: “Con el

diario vamos a saber”.

Apoyó una regla debajo del número seiscientos cuarenta. Seiscientoscuarenta era yo. Con el dedo siguió la línea que la llevaba a la columna

del sorteo. Con el dedo, y después con la patilla de los anteojos (ella se

sacaba los anteojos para ver de cerca), y después con un lápiz negro de

punta bien afilada, siguió la línea que la llevaba de una columna a la otra.

Y todas las veces encontró el número cuatrocientos noventa y siete.

Entonces mi padre dijo: “Tierra”. Y entonces mi madre dijo: “£Mi

soldadito!”, llorando de emoción.

VII

Tal vez yo había obrado mal, y por eso me sentía observado. Era la

impresión que me daba el sentimiento de culpa. Cuando uno obra mal se

siente mirado, no importa cuán solo se encuentre. Y yo acaso había

obrado mal. La nota del cuaderno podía haberla escrito Torres, el

sargento, o en todo caso Leiva, el cabo, que era lo que en verdad yo

presentía, porque lo veía menos instruido y con menos luces. De cualquier

modo, yo no tenía ningún derecho a corregir a un superior, fuese quien

fuese, ni tampoco a otro soldado, porque yo no valía más que ese otro

soldado, incluso cuando la razón estuviese de mi parte. Yo podía saber

bien las reglas ortográficas, y el que había escrito la nota podía

ignorarlas. De hecho, en una frase tan breve, en una frase tan simple,

había cometido un error de consideración. Pero eso no me daba derecho a

corregirlo, ni tenía por eso que sentirme superior, porque yo en ese lugar

no era un superior, era un subordinado.

VIII

Recuerdo que mi padre dijo: “Los milicos son gente de reglas claras”.

La primera de esas reglas establecía: “El superior siempre tiene

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