Caso Puleva
amparo7858 de Diciembre de 2014
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1. Antecedentes históricos. Los hechos/evidencias
La acción del hombre sobre su entorno ha generado efectivamente un proceso progresivo de degradación, debido al aumento de la población mundial y al incremento de los impactos impuestos al medio ambiente como resultado del desarrollo industrial, científico y tecnológico. La principal manifestación de los daños que el hombre produce sobre el medio ambiente se ha concretado en la figura de la “contaminación” que se define como la introducción por el hombre de substancias o energía en cualquier sector del medio ambiente susceptible de generar efectos nocivos. Sin embargo, la contaminación no constituye el único factor de degradación ambiental. Hoy en día, otros muchos fenómenos derivados de las actividades humanas afectan al medio ambiente y contribuyen a su deterioro; entre estos puede señalarse el agotamiento progresivo de los recursos naturales, el empobrecimiento de la naturaleza y la pérdida irreversible de la diversidad biológica, el incremento de la sequía y de la desertización, los problemas de la calidad del aire y especialmente el cambio climático (calentamiento global) debido a las emisiones de gases de efecto invernadero. Además, la degradación ambiental produce otros efectos inducidos o “daños colaterales” no menos temibles tales como falta de recursos vitales (agua), carencias alimentarias (hambrunas), empobrecimiento y desplazamientos masivos (desplazados ambientales) etc.
Desde una perspectiva científica, está claro que los distintos componentes del medio ambiente forman parte de un único ecosistema global que tiene una dimensión planetaria. La primera ley de la ecología afirma que “todo está interrelacionado” de modo que los impactos sobre el medio ambiente pueden manifestar sus efectos a grandes distancias y se comunican de un sector a otro (tierras, aguas, mares, atmósfera, recursos biológicos). Como sugiere la imagen del llamado síndrome de la mariposa, el vuelo de una mariposa en China puede producir un tifón en Texas.
Sin embargo desde una perspectiva jurídica, este mundo que es ecológicamente único está compartimentado en numerosos espacios estatales sometidos a la acción independiente de cada uno de sus titulares políticos. La mayoría de los espacios que constituyen el ecosistema mundial están, por lo tanto, sometidos a la soberanía de los aproximadamente 200 Estados que los ocupan que, en principio, tienen capacidad de decisión autónoma sobre las actividades realizadas en su territorio o bajo su jurisdicción o control. Más allá de este primer dato, conviene recordar también la existencia de ciertos espacios del planeta que no están sometidos a la soberanía estatal, y que son por lo tanto territorios “sin dueño”, aunque esta ausencia de un soberano no merma en modo alguno su extraordinaria importancia cuantitativa y cualitativa como partes del ecosistema global. Tal es el caso del alta mar, de la zona de fondos marinos y oceánicos situada más allá de la jurisdicción nacional, de la atmósfera que se extiende más allá del espacio aéreo de los Estados, de los espacios sometidos a un régimen jurídico internacionalizado (como la Antártida) y del espacio ultraterrestre o cósmico. Todos estos global commons constituyen una parte vital del ecosistema planetario y encierran riquezas naturales de las que depende en gran medida la supervivencia de la humanidad. Sin embargo, dado que los espacios de que se trata no pertenecen a la jurisdicción de ningún Estado, no existe un titular jurídico que pueda defenderlos como propios o sentirse directamente lesionado si se produce algún atentado ecológico contra ellos. Por ello es necesario que su tutela se organice de un modo colectivo, mediante una acción concertada que evite un uso abusivo de cada Estado actuando aisladamente, para tratar así de poner fin a lo que algunos han denominado “la tragedia de los (espacios) comunes”.
La “prehistoria” del Derecho internacional ambiental se inicia a comienzos del siglo XX con una etapa marcada por el utilitarismo ambiental y orientada esencialmente a la protección de aquellos elementos del ecosistema que poseían una utilidad para la producción o presentaban un valor económico por ser objeto de utilización comercial. Ejemplos de esta orientación son el Convenio de París de 19 de marzo de 1902 sobre la
protección de las aves útiles a la agricultura, el Convenio entre los Estados Unidos y el Reino Unido de 11 de enero de 1909 relativo a la protección contra la contaminación de los ríos fronterizos con los dominios del Canadá y los Convenios de Washington de 7 de febrero (Estados Unidos-Reino Unido)y de 7 de julio de 1911 (Estados Unidos, Reino Unido, Rusia, y Japón) sobre la protección de las focas para peletería.
En 1930 se inicia una segunda etapa, que podría denominarse la era de la naturaleza virgen, orientada a la protección de los impresionantes espacios naturales y riquezas biológicas de los territorios vírgenes sometidos a la colonización, especialmente en África y en América. En esta etapa se celebró el Convenio de Londres de 8 de noviembre de 1930 para la conservación de la flora en la zona natural en África y el Convenio de Washington de 12 de octubre de 1940 sobre la protección de la flora la fauna y las bellezas panorámicas naturales de los países de América. Una tercera etapa, que arranca tras la segunda guerra mundial, constituye el inicio de la preocupación ambiental propiamente dicha y se concreta en una serie de instrumentos convencionales para la protección de las aguas dulces y de las aguas marinas. También se celebraron en este periodo otros convenios internacionales que, aunque perseguían un objetivo diferente, presentaban un indiscutible incidencia ambiental (por ejemplo el tratado de Washington sobre la Antártida de 1 de diciembre de 1959 o el tratado de Moscú sobre prohibición parcial de ensayos nucleares en la atmósfera, en el espacio exterior y bajo el agua de 5 de agosto de 1963).
La era ecológica propiamente dicha se inicia al final de la década de los sesenta y es también deudora del fermento filosófico que puso en crisis los valores de la “sociedad de consumo” y que tuvo su capítulo más destacado en la llamada “revolución de mayo” francesa de 1968. En los años siguientes, la alarma lanzada por los científicos generó una unanimidad espontánea que propició el nacimiento de un nuevo pensamiento ecológico o “verde”, al que siguió una movilización ciudadana que alcanzó gran pujanza en algunos países (Estados Unidos, R. F de Alemania). En el plano internacional, las primeras realizaciones vinieron de la mano de los organismos regionales, tales como el Consejo de Europa, que promovió la adopción de una Declaración sobre la lucha contra la contaminación del aire de 8 de marzo 1968, así como de la Carta europea del agua de 6 de mayo 1968. En el continente africano, la Organización de la Unidad Africana (OUA) promovió la adopción de la Convención africana sobre protección de la naturaleza y los recursos naturales de 15 de septiembre de 1968, que substituyó al Convenio homólogo de 1933. Con todo, las principales realizaciones en estos años giraron en torno a la protección del medio marino, amenazado gravemente por una serie de accidentes de contaminación que hicieron saltar la voz de alarma, como el del petrolero panameño Torrey Canyon, en el año 1967, frente a las costas británicas. Los países ribereños del Mar del Norte celebraron el 9 de julio de 1969 el Convenio de Bonn para la lucha contra la contaminación de las aguas del mar en caso de accidente por hidrocarburos. Más tarde se adoptaron, en el marco de la Organización Marítima Internacional (OMI), una serie de importantes instrumentos tales como el Convenio de Bruselas de 29 de noviembre de 1969 sobre intervención en alta mar en casos de accidentes que causen una contaminación por hidrocarburos, el Convenio de Bruselas de 29 de noviembre de 1969 sobre responsabilidad civil nacida de daños de contaminación por hidrocarburos y el Convenio de Bruselas de 18 de diciembre de 1971 sobre la constitución de un fondo internacional de indemnización de daños debidos a la contaminación por hidrocarburos. También destaca en este periodo el Convenio de Ramsar de 2 de febrero de 1971 sobre la conservación de las zonas húmedas de importancia internacional o el Convenio de Londres de 1 de junio de 1972 sobre la protección de las focas antárticas.
(hABLAR UN POCO MÁS DE EL CRECIMIENTO ILIMITADO)
2. Hechos y evidencias.
Sobreexplotación de los recursos naturales
A lo largo de la historia la sociedad siempre ha sido consciente de que su desarrollo es- taba sujeto a la explotación de su entorno. La Revolución Industrial marcó un punto de inflexión en la explotación de los recursos; las industrias requerían cada vez mayor canti- dad de materias primas para poder crecer, el aumento de la demanda exigía sistemas más sofisticados para la obtención de los recursos y la tecnología los proporcionaba.
En el periodo que va desde 1770 hasta 1900 la población mundial casi se duplicó, mientras que la extracción de minerales se multiplicó por 10. Desde 1900 hasta 1970 la producción mineral se multiplicó por 12, aunque la población era sólo 2,3 veces mayor. Esto nos da idea de cómo la humanidad
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