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DISCURSO DE FELIPE ORTIZ DE ZEVALLOS.


Enviado por   •  10 de Agosto de 2014  •  2.247 Palabras (9 Páginas)  •  307 Visitas

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Autor:

Felipe Ortiz de Zevallos M.

Discurso que dio Felipe Ortiz de Zevallos (FOZ) en la graduación de los alumnos de la Universidad del Pacífico en agosto de este año, antes de partir como nuevo Embajador de Perú en Estados Unidos.

Agosto, 2006

He querido resumir mis reflexiones dispersas en siete consejos centrales. Quiero reiterar que estas recomendaciones son mías, de FOZ, no necesariamente del rector de la Universidad del Pacífico.

"Ya con dos años en el cargo de rector de la Universidad del Pacífico —durante los cuales he tenido la oportunidad frecuente de interactuar con muchos de ustedes, de conocer sobre sus dudas, sueños, inquietudes y esperanzas; incluso de enseñarles a algunos en clase — voy a atreverme, en esta ocasión, a hacer un discurso menos institucional y ceremonioso, más íntimo y personal, menos de rector y más de maestro y amigo mayor.

¿Qué consejos podría yo darles antes de que, al bajar esta escalera, se conviertan ustedes, ya sin mayor escudo protector, en adultos plenos? ¿Qué recomendaciones puede ofrecer finalmente un tío de otra generación, que más que los duplica en edad, a ustedes jóvenes que inician su vida profesional en el complejo Perú del año 2006, país nuestro que, a quince años de su bicentenario como república, sigue afectado severamente por los males que Basadre diagnosticó hace más de medio siglo: el abismo social y un estado empírico?

He querido resumir mis reflexiones dispersas en siete consejos centrales. Quiero reiterar que estas recomendaciones son mías, de FOZ, no necesariamente del rector de la Universidad del Pacífico. No pretendo cargarle a nuestra institución la responsabilidad de que a alguno de los presentes le pueda parecer un disparate lo que voy a decir a continuación.

Aunque no hay un orden de prelación en los consejos que les voy a dar, quiero empezar con uno que puede sorprenderles un poco: Deténganse, de vez en cuando, a oler las flores.

Por más de un lustro, ustedes se han sacrificado estudiando con mucho esfuerzo para egresar de carreras que buscan lograr una asignación más racional y eficaz y una gestión más eficiente de recursos escasos, con el fin de satisfacer necesidades y generar rentabilidad empresarial y bienestar social. Ello se logra a través de números y cuadros, de mejores productos y servicios, que sean más baratos, más rápidos y más seguros. Las herramientas profesionales que les hemos enseñado pueden servir bien para eso. Pero hay otras cualidades más difíciles de medir: la belleza, la alegría, el significado y la motivación vital. Para mantenerse sensibles a ellas hay que, de vez en cuando, detenerse para oler las flores, o para ver, en silencio, una puesta de sol.

El segundo consejo me salió fácil: Vean menos televisión y lean más libros.

El profesional promedio entre ustedes va a ver, en lo que le queda de vida, cerca de 40,000 horas de televisión. Si le pidiéramos al profesor Carlos Gatti —aquí presente— una lista de los 40 mejores libros de la literatura universal, excluyendo incluso aquellos de cultura erudita, para concentrarla en aquellos que nos puedan servir utilitariamente para entender mejor la complejidad de la naturaleza humana —a esas mujeres y hombres con los que ustedes van a interactuar en la vida, en la economía y en los negocios— (y de yapa le pidiéramos cuáles considera que son las 20 mejores obras de la música clásica), apostaría a que los más ilustrados entre ustedes pueden haber leído u oído apenas una cuarta parte. Pues bien, con dedicarle a esas lecturas y audiciones, un 5 por ciento del tiempo que probablemente dedicarán a ver televisión, se convertirán, no me cabe duda de ello, en profesionales más eficaces, así como en mejores personas.

Ustedes pertenecen a una generación de aparatos y conexiones: celulares, computadoras, laptops, iPods, Internet, Google, blogs. Con todas estas herramientas, ustedes pueden acceder y bajar de la red abundante información y conocimientos sobre muchas disciplinas. Pero las cualidades que van a requerir, por ejemplo, para ayudar efectivamente a un amigo en un momento difícil, o para escribir una canción o un poema, o para imaginar un descubrimiento o innovación en los proyectos en los que se vayan a comprometer, todavía hay que ganarlas a pulso. De la Internet, no se puede "bajar" ni "descargar" inteligencia, ni pasión, ni creatividad, ni sabiduría.

Tampoco puede uno inyectárselas como si fueran una droga milagrosa. Esas cualidades hay que cultivarlas a la antigua: leyendo, conversando en un parque, estudiando, viajando, visitando museos, reflexionando.

Mi tercer consejo es: "No acepten aquellos signos de estatus cuyo valor no reconozcan."

Lo he fraseado así, influenciado por un libro reciente de Alain de Botton titulado: Ansiedad por el estatus, que describe bien cuán cambiantes han sido, en el tiempo, los modelos paradigmáticos del prestigio en las sociedades: En la Esparta del siglo IV a. C. había que ser un hombre, agresivo y luchador, con un voraz apetito sexual —bisexual en realidad— poco interés en la vida familiar y aversión a los negocios y al lujo. El guerrero espartano no sabía ni contar, vivía en una barraca, nunca usaba dinero, ni expresaba cariño a mujeres ni hijos. Posteriormente, en la Europa posterior a la caída del Imperio Romano, fueron los santos cristianos —castos y pacíficos— los modelos principales a emular. Luego, en la primera mitad del segundo milenio, a partir de las cruzadas, los caballeros con armadura, enamorados fieles de lejanas doncellas vírgenes, se convirtieron en los seres más admirados. Con la acumulación de riqueza —en la Inglaterra de 1750, por ejemplo— saber bailar y el donaire con el cual se saludaba con el sombrero se volvieron más importantes que pelear batallas para ser respetado. El caballero de armadura se transformó en gentilhombre, en terrateniente aristócrata, en gentleman, quien debía sí distinguirse de la casta inferior de empresarios y mercaderes. En nuestra América, en la tribu de los cubeos en la Amazonía, hasta hace poco, las mujeres cultivaban yuca y los hombres se dividían entre pescadores y cazadores. El estatus máximo lo alcanzaban aquellos hombres que hablaban poco, que no bailaban ni participaban en la crianza de los hijos, pero que eran especialmente diestros en la caza del jaguar. Al cuello llevaban, en múltiples collares, los dientes de todos los jaguares cazados por ellos durante sus vidas.

En Hawai, en aquellas tribus que no aprendieron a conservar, la gordura era una expresión de estatus porque las familias terminaban comiéndose todo

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