Derecho Moral
Zanoni13 de Septiembre de 2013
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DERECHO Y MORAL ENTRE
LO PÚBLICO Y LO PRIVADO
UN DIÁLOGO CON EL LIBERALISMO POLÍTICO
DE JOHN RAWLS*
Andrés Ollero
ANDRÉS OLLERO TASSARA. Doctor en Derecho, Universidad de Munich. Profesor de
Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada. Diputado del Congreso de España.
* Ponencia presentada en las XVI Jornadas de la Sociedad Española de Filosofía
Jurídica y Social (sección española de la IVR), organizadas en la Universidad de Castilla-La
Mancha, Toledo, el 21 de marzo de 1997.
A partir de un cuestionamiento de los esfuerzos desplegados por el
positivismo jurídico para separar el derecho de la moral, el autor
examina la relación que mantienen ambos sistemas prescriptivos. Su
perspectiva arranca de la distinción entre una idea privada y una idea
pública de la ética. La primera —privada— estaría constituida por
las concepciones omnicomprensivas del bien. La segunda —pública—,
se referiría a aquellos contenidos derivados de las necesidades
de una convivencia plural y pacífica, y, por lo tanto, serían jurídicamente
vinculantes. A estos efectos, Ollero apunta al último gran
trabajo de Rawls, El liberalismo político. Critica su noción de consenso
como fundamento de la obligatoriedad pública y, acto seguido,
la justificación meramente procedimental de la obligación en la
esfera de lo público, esquema justificatorio que se haría necesario al
prescindir de las concepciones particulares del bien en aras de una
concepción colectiva de lo justo. Para el autor, la neutralidad que
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exige la justificación procedimental, a más de ser inconducente, es
imposible: ciertos contenidos son necesarios. Su alternativa es proceder
a lo público desde las convicciones privadas y, así, entretejer
una relación positiva entre verdad y consenso.
1.Hace decenios dejó de resultar pacífico el intento del positivismo
jurídico de deslindar de una vez por todas los ámbitos del derecho y
de la moral. Aunque no falten quienes sigan intentando mantener que de
una exigencia moral no cabe derivar consecuencias jurídicas, ni de una
exigencia jurídica consecuencias morales1, la realidad parece invitar tozudamente
a la duda. Como es sabido, este empeño delimitador de fronteras2,
lejos de ser caprichoso, venía a ser la obligada consecuencia de una opción
epistemológica, e incluso metafísica, que imponía el tajante deslinde del
mundo del ser y el del deber ser.
2. No pocas de las confusiones habitualmente presentes en frontera
tan polémica pueden deberse a la doble acepción con que tiende a utilizarse
el término “moral”. Cuando se contrapone la moral al derecho, el término
suele emplearse en un sentido restringido, para referirse a exigencias maximalistas
que —aspirando a la realización plena de unas concepciones del
bien, la perfección, la felicidad, la utilidad...— excederían con mucho ese
acervo ético, relativamente mínimo, exigido por la justicia en su intento de
posibilitar la convivencia3 entre ciudadanos que pueden suscribir muy diversas
concepciones del bien, la perfección, etc.
Hoy, quizá por influencia anglosajona, los teóricos del derecho tienden
a referirse a lo moral en un sentido más amplio, como expresión
omnicomprensiva de las exigencias individuales y sociales (por ende, quizá
también jurídicas) derivada de cada una de esas concepciones.
Desde esta segunda acepción, no cabría imaginar un derecho sin
moral, aunque sí discutir si tales ingredientes morales serían o no decisivos
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1 Partiendo de “la idea de que no existe una conexión necesaria entre derecho y
moral” (L. Ferrajoli, 1995), pp. 218 y ss.
2 Del que tuvimos ya ocasión de ocuparnos (Ollero, 1989), pp. 169-179.
3 “Así como la universalidad de los mínimos de justicia es una universalidad exigible,
la de los máximos de felicidad es una universalidad ofertable”, señala A. Cortina (1995),
p. 119, que ha hecho de esta distinción una constante de su obra. F. D’Agostino (1993),
pp. 40-41, invita también a superar la “perplejidad” de hablar de una “ética mínima”; reconociendo
que “la expresión es infeliz”, considera que “la ética de la dignidad del hombre es
realmente definible como ética mínima, en cuanto constituye la condición real de posibilidad
de cualquier ulterior actuar ético”.
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para identificar a lo jurídico. Si por el contrario hablamos de la moral en
sentido restringido, resultará —por definición— distinta del derecho. Ahora
no sería ya el dilema ser-deber ser el que establecería una problemática
frontera, sino la diversidad de ámbitos del fuero externo y el interno, alteridad
y autonomía personal.
Si empleáramos el término “ética” para referirnos a las concepciones
omnicomprensivas del bien, y reserváramos el término “moral” para su
versión estricta —no jurídica por definición—, quizá mejorara el panorama.
No habría, pues, derecho sin ética, aunque ello no implicaría su necesaria
identificación con la moral. Este intento clarificador tropieza, sin embargo,
con la reciente tendencia a contraponer ética pública y ética
privada4. Como veremos, esta última tiende a identificarse con las concepciones
omnicomprensivas del bien —o moral en sentido amplio— mientras
la ética pública reduciría su juego al ámbito de la “justicia política” y, por
ende, quizá al del derecho.
3. La querencia a reincidir en el dilema jurídico-positivista rebrota
en los planteamientos que invitan a distinguir entre una moralidad crítica y
otra legalizada o positivada. Más de una vez resultaría fácil adivinar tras
ellos la falsa idea de una inexistente positividad instantánea5, capaz de
establecer en un preciso momento una frontera delimitada con fijeza entre
el derecho ya positivado y el aún por positivar, o —por recurrir a los
tópicos legalistas— la óptica de lege lata y la de lege ferenda.
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4 Presente, por ejemplo, en G. Peces-Barba Martínez (1995); así como otros tópicos a
los que posteriormente iremos haciendo referencia:
— La distinción entre moralidad crítica y legalizada, p. 15.
— “Lo que diferencia a la ética pública [...] de la ética privada es que la primera es
formal y procedimental y la segunda es material y de contenidos”, por lo que la primera “no
señala criterios ni establece conductas obligatorias para alcanzar el bien” y sería un “reduccionismo”
considerar que “la ética pública no es solamente una ética procedimental, sino también
una ética material de contenidos y de conductas”, pp. 15, 75 y 17.
— El “procedimiento culmina con una decisión y se expresa por la regla de las
mayorías”, por lo que “el principio de las mayorías, desde el punto de vista jurídico, sería un
criterio de justicia procedimental”, pp. 99 y 102; si bien “la minoría debe ser protegida, al
menos respecto al derecho de poder convertirse en mayoría”, p. 130.
— Dado que la “ética privada” “es sólo de sus creyentes”, a la hora de “extenderse al
conjunto de los ciudadanos, no todos creyentes”, tropezaríamos con la “tentación fundamentalista
de las religiones en general”, p. 16, que obligaría a discernir entre una rechazable “coincidencia
o identificación entre esas dos dimensiones de la persona” y unas aceptables “influencias
recíprocas”, siempre con el riesgo de “imponer la ética pública como ética privada” y
convertir a los “ciudadanos” en obligados “creyentes”, p. 17.
5 Ya tuvimos ocasión de criticarla en nuestro trabajo “Positividad jurídica e historicidad
del derecho” (Ollero, 1985), incluido luego en Ollero (1989), pp. 181-194. Volvimos a
abordar la cuestión más tarde en “¿Tiene razón el derecho?” (Ollero, 1996), pp. 455-457.
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Más que “derecho positivo”, lo que existe es un proceso de positivación
—indisimulablemente iure condendo— animado por una permanente
instancia crítica, que —lejos de situarse en un “deber ser” externo y ajeno a
la realidad jurídica— constituye el motor decisivo de la incesante actualización
interna de lo que devendrá derecho en cada momento histórico.
El normativismo venía eficazmente en ayuda del dualismo positivista,
al escenificar el dilema entre una norma jurídica y —como alternativa—
otra norma moral que aspiraba a reemplazarla. Cuando se supera la idea del
ordenamiento jurídico como sistema de normas, para admitir en su seno el
juego de principios tan jurídicos como ellas, el dilema tiende a descuadrarse.
Por una u otra vía, la fluidez propia del “momento jurisprudencial” de la
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