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Duende A Rayas


Enviado por   •  7 de Octubre de 2013  •  2.577 Palabras (11 Páginas)  •  657 Visitas

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Un duende a rayas

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María Puncel

Premio Lazarillo 1971

Colección dirigida por Marinella Terzi

Primera edición: junio 1982

Decimoctava edición: febrero 1994

Ilustraciones y cubierta: Margarita Puncel

© María Puncel, 1982

Ediciones SM

Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 25 - 28044 Madrid

ISBN: 84-348-1017-4

Depósito legal: M-4441-1994

Fotocomposición: Secomp

Impreso en España/Printed in Spain

Orymu, SA – Ruiz de Alda, 1 - Pinto (Madrid)

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1

TODO EL MUNDO sabe que hay duendes, y todo el mundo ha oído hablar seguramente, alguna vez, de un Duende Amarillo, de un Duende Verde o de un Duende Rojo. Son bastantes las personas que aseguran que en cierta ocasión vieron, o creyeron ver, a alguno de estos duendes.

Lo que ya es más difícil de encontrar es un duende de dos colores. Y todos sabemos que no hay duendes a rayas.

Bueno, pues ésta es, precisamente, la historia de un duende a rayas.

Era un duende como todos los demás duendes: pequeño de estatura, más bien gordito, ágil e inquieto, curioso y preguntón, tierno y arisco, descarado y goloso... En fin, un duende como cualquier otro; excepto, claro está, que no se vestía de un solo color, ni siquiera de dos, sino de muchos y a rayas. Y, naturalmente, su nombre era Rayas.

Y Rayas, como todos los duendes, disfrutaba haciendo disparates e inventando mil fechorías para complicarles la vida a los demás. Y no es que Rayas tuviera mala idea o fuera un ser perverso, no. Es que, como todos los duendes, necesitaba hacer picardías para llamar la atención y recordar continuamente a las gentes que los duendes existen.

Le encantaba imitar al Duende Rojo que cambiaba los huevos del nidal de la gallina al de la pata, y al revés. Luego, se divertía enormemente cuando mamá pata se avergonzaba al ver que sus patitos no querían ni acercarse al agua, o cuando mamá gallina se horrorizaba al ver a sus pollitos lanzarse decididamente de cabeza al estanque.

Lo pasaba en grande jugando, como el Duende Gris, a formar remolinos de polvo en los días de calor y de tormenta, para meter chinitas de arena en los ojos de las personas y hacerlas llorar y cegarlas durante un buen rato.

Y pasaba tardes enteras ocupado en copiar al Duende Verde que hacía crecer malas hierbas en los surcos de las huertas y en los planteles de los jardines y, especialmente, en los canalones del alero de los tejados. Así, en los días de lluvia, el agua se atascaba y no corría por el desagüe, y en la casa había goteras.

¡Cómo disfrutaba Rayas!

Claro que también le divertía mucho fastidiar como lo hacía el Duende Morado. Y se colaba las tardes de los domingos en la habitación de cualquier niño que estuviera solo para hacerle pensar que todos los demás niños se estaban divirtiendo muchísimo, mientras él estaba solo y triste. Y no le dejaba caer en la cuenta, hasta después de mucho rato, de que uno que está triste porque está solo y se aburre, debe salir en busca de otro que también esté triste, solo y aburrido, para empezar a divertirse los dos juntos.

Y le parecía estupendo copiar al Duende Negro. Y despertaba a las gentes a media noche para que pudiesen escuchar el crujido de las maderas de los viejos muebles, el rechinar de las puertas mal cerradas y el ulular del viento en la chimenea. Y luego se sentaba en su almohada, sin que ellos se dieran cuenta, y les ayudaba a inventar historias de terror.

¡Ah! Y cuando Rayas se regocijaba verdaderamente en grande era cuando podía jugar a que era un duende de dos colores. Amarillo-Lila, por ejemplo. ¡Eso sí que era formidable! Los duendes de dos colores saben como ningún otro hacer que las cosas se pierdan.

—¿Pero dónde están mis tijeras? ¡Si las tenía ahora mismo aquí, encima de la mesa! —decía la Abuelita. Y se volvía loca dando vueltas por la habitación sin encontrarlas. Y, cuando la pobre señora estaba ya casi desesperada de tanto buscar las tijeras, ¡zas!, Rayas las colocaba con todo cuidado junto a Carlitos, que estaba tranquilamente sentado en la alfombra jugando con sus cromos.

—¡Te he dicho mil veces que no me quites las tijeras! —gritaba indignada la Abuelita—. ¡Eres un niño insoportable! Me estás viendo buscar y buscar las tijeras y dar vueltas y más vueltas por la habitación sin encontrarlas y no me dices que las tienes tú...

—Pero, si yo... —empezaba a decir Carlitos.

Y la Abuelita se enfadaba mucho más todavía:

—¡No me repliques...! En cuanto llegue tu padre le voy a contar las cosas que me haces y lo mal que te portas conmigo.

Y Rayas se reía hasta tener que agarrarse la barriga que le dolía de tantas carcajadas y tener que secarse los ojos que le lloraban de pura risa.

Y ocurrió un día, que Rayas estaba sentado a la puerta de su casa comiéndose tranquilamente unas tortas de miel que acababa de sacar del horno y que estaban riquísimas. Y, de repente, no se sabe muy bien por qué, se le ocurrió mirar al calendario.

Y se quedó con la boca abierta, una torta en la mano a medio camino entre el plato y la boca y una cara de sorpresa tal que la urraca, que pasaba por allí en un vuelo de placer, se le quedó mirando asombrada. Tan embobada se le quedó mirando, que se le olvidó batir las alas y, naturalmente, se cayó

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