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El Porvernir De La Infancia


Enviado por   •  29 de Marzo de 2013  •  2.704 Palabras (11 Páginas)  •  325 Visitas

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El porvenir de la infancia - Juan Carlos Volnovich

El porvenir de la infancia deja bien en claro que no alude al porvenir de las niñas y de los niños que, casi seguro, si no mueren en el intento de serlo, si no caen víctimas del proyecto de exclusión y de exterminio que se ha ensañado con ellas y con ellos, algún día crecerán y se harán grandes.

El porvenir de la infancia dirige el foco de atención al imaginario social. Es la infancia que transita por el imaginario social como efecto de sentido, como atribución de significados producto del discurso que decide sobre el lazo social y ordena la relación con lo real, la que reclama nuestro interés.

Mis reflexiones estarán dirigidas al concepto de infancia. Ese provenir me desafía. Me desvela ese futuro y, desde que no me funciona como querría la bola de cristal del adivino ni confío en profecías o en proféticas aseveraciones, me veo obligado a recurrir al pasado para poder así, abordar el porvenir. No tengo más remedio que trazar un vector que viene de lejos y se continúa, marcando una tendencia con una línea de puntos, si algo quiero aventurar sobre el futuro.

Niñas y niños han existido siempre pero no siempre existió la infancia como representación de conjunto y, desde ya, esa representación, la manera de inscribirse en el imaginario social, no sólo ha ido variando a lo largo de la historia y de las diferentes culturas sino que ha tenido una responsabilidad definitiva a la hora de explicar las maneras de vivir y de morir de niñas y de niños.

No siempre existió la infancia como representación, no siempre con el mismo sentido, y hasta algunos apocalípticos como Cristina Corea e Ignacio Lewcowicz se arriesgan a afirmar que el futuro ya llegó, que ya nada hay que esperar porque se acabó la infancia.

Para saber algo de la infancia que está por llegar, vayamos para atrás. Y, ahí, sin ir muy lejos en la historia de humanidad, vayamos al siglo IV para encontrarnos con la figura hegemónica del niño pecador ocupándolo todo.

Es en San Agustín[1] (354-430) donde se visualiza con mayor transparencia esa imagen de la infancia que transgrede los límites de la inocencia. Para San Agustín, en cuanto nace, el niño, representante del vicio, se convierte en símbolo de la fuerza del mal: ser imperfecto que lleva en su seno todo el peso del pecado original. En La Ciudad de Dios, San Agustín explica, extensamente, lo que entiende por "pecado de infancia". Describe a las criaturas como seres ignorantes, apasionados, caprichosos. Dice: "si los dejáramos hacer lo que les gusta, no hay crimen que no cometerían". Así, los niños son, para San Agustín, el testimonio más demoledor de la maligna naturaleza de la humanidad; son un condensado de intenciones y acciones condenables que se ponen en evidencia a través de una conducta que irremediablemente los precipita hacia el mal. Agustín, como varios siglos después hizo Freud, describieron (descubrieron) al “perverso polimorfo” que cada uno de nosotros fue y es. Solo que la carga valorativa marca la diferencia entre ambas afirmaciones. Si en San Agustín la sexualidad infantil es sinónimo de un repudiable pecado, en Freud es condición insalvable e ineludible de su “ser” deseante, de su “ser” humano. De ahí que San Agustín avalara que los niños fueran juzgados de acuerdo a las normas morales -pero también jurídicas- previstas para los adultos pecadores. ¿De qué otra manera se entiende, si no, la sanción que se les imponía?:

"...es pecado codiciar el seno llorando.

Desear el pecho de la madre es una avidez maligna.

Tanto es así que podemos, al crecer, arrancarla y rechazarla" [2].

Al oponer la imperfección infantil a la perfección que el adulto puede lograr a partir de una vida piadosa y penitente, postula a la infancia como destinataria de todo lo repudiable. La influencia de San Agustín, claro está, no cesó con su muerte ni se redujo a su época. Antes bien, se prolongó durante siglos en la cultura occidental. Fue retomado hasta fines del siglo XVII y sigue vigente aún en nuestros días.

Si para él, como para Freud, el niño no era inocente, para Descartes (1596-1650), -ese filósofo francés que tanto influyo en la historia del pensamiento occidental-, antes que pecador, fue concebido como sede del error. Descartes “descubrió” que la lógica infantil no era la misma lógica que emplean los adultos; que la de unos y otros, no era la misma razón. Pero el avance que significó reconocer la diferencia quedó acotado al condenarla como deficiente. Como para Descartes la infancia es ante todo debilidad de espíritu -ya que la facultad del conocimiento está subordinada al cuerpo (el niño no tiene más pensamientos que los que proceden de sus necesidades corporales)- concibe el alma infantil llena de sensaciones y opiniones falsas. Así que no por pecador, pero sí por equivocado, Descartes propuso liberarse de la infancia como quien apela a expiar un mal, a corregir un error.

"Porque todos hemos sido niños antes de ser hombres...

Es casi imposible que nuestros juicios fueran tan puros y sólidos como los hubieran sido si desde el momento de nuestro nacimiento hubiéramos dispuesto del uso cabal de nuestra razón"[3].

Para Descartes la infancia, las falsas teorías de los niños -y lo que de la infancia perdura en el adulto- es un mal. Varios siglos después Piaget dirá que es un mal necesario. O, mejor aún, que son teorías necesarias y que no precisamente están mal ya que son reestructuradas sin cesar en el presente a la manera de una reorganización que garantiza el pensamiento, pero a pesar de Piaget aun hoy en día persistimos en evaluar a los chicos desde la lógica adulta.

Si San Agustín contribuyó a instalar en el imaginario social la figura del “niño pecado” que Freud legitimó; si con Descartes se convalidó la figura del “niño equivocado” que Piaget desmintió, faltaba aun desarmar la imagen del “niño esclavo” [4].

Son varios los autores que coinciden en situar en el último tercio del siglo XVIII[5], la "revolución" que promueve un cambio copernicano en cuanto a la valoración social de la infancia. La filosofía del Siglo de las Luces difundió dos grandes ideas complementarias, que en alguna medida, contribuyeron a modificar la representación social de la infancia: el concepto de igualdad y el concepto de felicidad. Aunque el concepto de igualdad estaba más referido a la igualdad de los hombres entre sí, que a la igualdad de los seres humanos, hombres, mujeres y niños, la condición del padre, de la madre y del niño se modificaron en el sentido de una mayor homogeneidad. En el Contrato Social, uno de los textos que dan la dimensión de

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