Ensayo Sobre La Muerte
Enviado por danielkyubi • 21 de Enero de 2013 • 3.214 Palabras (13 Páginas) • 660 Visitas
Pequeño ensayo sobre la muerte
ALFREDO BUERO
La muerte sólo será triste para los que no
hayan pensado en ella.
FRANCOIS DE SALIGNAC DE LA MOTHE FÉNELON
Arzobispo de Cambrai (1651-1715)
En ocasión de diagnosticar una enfermedad gra-
ve, o de indicar un procedimiento a un paciente, éste
o sus familiares suelen interrogarnos sobre los ries-
gos. En esta pregunta parece quedar implícita la duda
sobre la ocurrencia de efectos o complicaciones gene-
radas por la patología o la intervención; sin embargo,
en general, no es posible discernir si el interlocutor
también considera a la muerte entre estas posibilida-
des. Es raro que un paciente pregunte directamente
si puede llegar a morir de su enfermedad.
De la misma forma, todos los médicos asistimos
frecuentemente a la situación en la que la muerte
admisible de un enfermo terminal o de edad avanza-
da despierta un dramatismo exagerado e incompren-
sible entre los familiares, capaz de llevarlos al enfado
y al litigio contra el sistema médico. La tenacidad con
la que no se reconoce ni se acepta la muerte se pre-
senta anacrónica en nuestra era empapada de ciencia
y de razón.
Hace ya casi 50 años que el sociólogo inglés
Geoffrey Gorer (1) señaló cómo la muerte se ha con-
vertido en tabú y reemplazado al sexo como símbolo
de censura. Antiguamente se les decía a los niños que
nacían de un repollo, pero asistían a la escena del adiós
a la cabecera de un familiar moribundo. En la actua-
lidad, los niños son iniciados desde pequeños en la
fisiología del amor y la anticoncepción, pero jamás
podrán ver cómo su abuelo deja este mundo.
Parece ser que técnicamente admitimos la posibi-
lidad de morir cuando padecemos una enfermedad,
pero en el fondo solemos sentirnos inmortales. Sin
duda, la medicina también aporta sus motivaciones
para creer que no vamos a morir, o que por lo menos
no existirán más muertes “prematuras”. La idea que
nos hacemos de este buen porvenir parece estar au-
torizada por los trasplantes de órganos, la terapia
génica y celular, la clonación o las terapias rejuve-
necedoras.
A través de algunos relatos de la historia nos per-
catamos de que morir en Occidente nunca fue fácil.
En la primera mitad de la Edad Media se había esta-
blecido un ritual de la muerte basado en elementos
antiguos y que contaba de los siguientes pasos: Co-
menzaba con el “presentimiento” de que el tiempo se
acababa (¿presentirá el hombre del siglo XXI la llega-
da de la muerte?). Entonces el enfermo se acostaba y
yacía sobre el lecho rodeado de sus familiares, ami-
gos y vecinos. La actitud del moribundo en esta litur-
gia pública de su muerte incluía el pedido de perdón
y reparación por los errores que había cometido y la
encomienda a Dios de los sobrevivientes. Parece que
en esa época era natural que el hombre sintiera la
proximidad de la muerte; rara vez ésta sobrevenía de
manera repentina. Y si el principal interesado no era
el primero en percatarse de su destino, le correspon-
día a otro advertírselo en lugar de ocultárselo. Un
documento pontificio de la Edad Media indicaba que
era obligación del médico informar al moribundo, tal
como ocurre en la cabecera de Don Quijote: “[El]
tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que,
por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, por-
que la del cuerpo corría peligro”.
En aquella época, las costumbres cristianas suge-
rirían que el moribundo estuviese acostado sobre la
espalda para que su cara mirase al cielo; los judíos,
en cambio, debían hacerlo mirando a la pared, según
las descripciones del Antiguo Testamento. Todavía
en el siglo XVI, la Inquisición española reconocía en
esa señal a los marranos mal convertidos.
Esta familiaridad con la muerte implicaba una
concepción colectiva del destino, una aceptación del
orden de la naturaleza según las grandes leyes de la
especie. Varios siglos después, Arthur Schopenhauer
retomó esta aceptación de la muerte con un enfoque
más drástico en su clásica sentencia expuesta en su
“Metafísica de la Muerte”: “Exigir la inmortalidad
del individuo es querer perpetuar un error hasta el
infinito”.
Pese al espíritu de resignación de la Edad Media,
el duelo de los sobrevivientes solía manifestarse dra-
máticamente. Inmediatamente después de la muer-
te, los asistentes se desgarraban las vestiduras, se
arrancaban la barba y el pelo, se despellejaban las
mejillas, besaban apasionadamente el cadáver y has-
ta solían caer desvanecidos. (2) Pero después de estas
manifestaciones inmediatas de dolor, los gestos de los
sobrevivientes traducían la misma resignación y aban-
dono al destino, dejando de lado la voluntad de dra-
matizar. Tanto es así que, avanzada la Edad Media,
el cortejo fúnebre incluiría “lloronas” pagadas para
garantizar las manifestaciones de duelo. El Cid Cam-
peador cantaría entonces (circa 1140):PEQUEÑO ENSAYO SOBRE LA MUERTE / Alfredo Buero 389
Para llorarme ordeno
que no se alquilen lloronas;
los de Jimena bastan
sin otros llantos comprados.
Podría afirmarse que durante gran parte de este
período de la civilización occidental la hora de la muer-
te se consideraba como una condensación de la vida
en su totalidad, como una continuidad y no como un
corte absoluto entre el antes y el después. Ya antes de
la era cristiana, y con motivo de la batalla de las islas
Arginusas, Jenofonte describió cómo el temor a la
muerte era menor que el miedo a la privación de se-
pultura. Cuenta el historiador que tras una victoria
por mar, los generales atenienses habían descuidado
enterrar a los cadáveres. Al llegar a Atenas, los pa-
dres de los muertos, pensando en el largo suplicio que
aquellas almas sufrirían, se acercaron al tribunal ves-
tidos de luto y exigieron el castigo de los culpables. Al
no diferenciar entre alma y cuerpo, los griegos consi-
deraban que la sepultura era necesaria para la felici-
dad y el reposo eterno. A pesar de haber salvado a
Atenas con su victoria, los generales fueron
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