Ninguna Eternidad Como La Mia
Enviado por bones2166 • 18 de Marzo de 2014 • 7.620 Palabras (31 Páginas) • 216 Visitas
Ninguna Eternidad Como La Mía
Temas Editorial
© Ángeles Mastretta.
Derechos para el Cono Sur.
©Temas Grupo Editonal SRL, 1998.
Talcahuano 1293 piso 1º. B
1094-Buenos Aires, Argentina
Tel: 813.9334 y rotativas / Fax: 813.5403
E-mail: scarfi@impsatl.com.ar
Diseño de cubierta e interiores: Diego Barros
Impreso en Argentina por Indugraf.
Printed in Argentina.
1ª edición, noviembre 1998.
2° edición, diciembre 1998.
ISBN 987-9164-25-3
cc. 9789879164259
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso
escrito de la Editonal.
Ninguna eternidad como la mía
Isabel Arango creció intensa y desatada como el olor del café. Había nacido un
catorce de marzo, cerca de la estación de trenes de un puerto azul al que
desembocaba el inmenso río Papaloapan. La mañana de ese día su madre sintió
llegar, junto con los avisos del parto, la primera lluvia de unas nubes que
trajeron a la zona el ciclón más fiero que pudo caber en la memoria de aquel
pueblo. Llamado de urgencia, su padre caminó bajo el agua las tres calles que
separaban su casa de la tienda de mercancías varias en la que se ganaba la vida.
Empapado y febril cruzó el patio y alcanzó la escalera para correr hasta el
cuarto en que su mujer paría sin alardes a uno más de sus vástagos. Habían
tenido cuatro varones durante los pasados cinco años, la niña llegó por fin
haciendo más ruido que ninguno de sus hermanos.
Mientras abría los ojos al mundo de agua que todo lo rodeaba, en la estación del
ferrocarril el viento arrancó los techos que cubrían a los viajeros en espera de un
tren cuyos vagones quedaron volcados fuera de las vías. Un ruido de diablos
caído del cielo estremeció el crepúsculo y no dejó de llover en tres semanas.
Todo aquel barullo no fue sino el inicio de la inquieta y jaranera niñez de Isabel
Arango, la quinta hija de un matrimonio de emigrantes asturianos que,
trabajando a la par, había conseguido hacerse de la tienda más ecléctica de un
puerto en el Atlántico. Lo mismo vendían sardinas que libros de mecánica,
novelas, jamón de jabugo, queso manchego, listones, harina, chiles, bacalao, y
pan para judíos, cristianos y descreídos. Nunca una panadería había dado
tantísima variedad de panes y jamás una tienda de comida se había atrevido
con tal descaro y buen orden a dar albergue a un estante con libros, pero aquel
era un puerto capaz de libertades y mezclas como no hubo en el país otro mejor.
Jugando como un niño y odiando la costura como una niña, Isabel aprendió lo
esencial en una escuela del gobierno que cambió de ideas y reglamentos tantas
veces como cambiaron los gobiernos entre 1908 y 1917, año este último en el
que se dio al país una nueva Constitución Política y a Isabel un certificado de
enseñanza media. Lo que siguió fueron las mañanas ayudando a sus padres en
la tienda y las tardes para leer y bailar.
Tenía Isabel un gusto por la danza muy raro en aquellas latitudes. Sin embargo,
había dado con una exiliada rusa que gastaba sus horas bailando y que en dos
años le enseñó cuanto sabía y la ayudó a colocarse entre ceja y ceja la
certidumbre de que nada haría mejor en la vida que ser bailarina. Así las cosas,
no hubo nadie capaz de interponerse entre ella y su afán de ir a estudiar a la
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ciudad de México. Un año de ruegos diarios convenció a sus padres de que
entre ellos y la contumacia de su hija debía haber todo menos un abismo. Así
que le buscaron lugar en la casa de huéspedes de una mujer con la que habían
hecho amistad, cuando ella y su marido pasaron una temporada en el puerto. Se
había quedado viuda y mantenía su casa frente al parque de Chapultepec
dando albergue a quien su entraña le aconsejaba que merecía tal confianza. En
cuanto supo que la hija de los Arango quería vivir en México, escribió poniéndose
a las órdenes de la familia y pidiendo que desde ya la niña y sus padres
consideraran suya la casa en que ella tenía viviendo más de treinta años.
Desde que Isabel era niña, sus hermanos jugaban a bajarle el aroma desatado
con un poco de leche y todavía su padre fue a la estación del tren cargando un
vaso con algo de la ordeña matutina para intentar que ella la bebiera antes de
irse, pero Isabel tuvo la precaución de no tocarlo, porque temía flaquear frente a
los ojos de animal abandonado que su padre ocultaba mirando al frente como si
algo se le hubiera perdido en el infinito.
—¿Qué se te pudo ir tan lejos? —le preguntó su madre—. ¿Por qué no te quedas
a vivir y a tener hijos en paz?
—¿Para qué luego me dejen como yo a ustedes? —le contestó Isabel.
Después la abrazó unos minutos largos y cuando la soltó cruzó los brazos esperando
la bendición de todos los días. Su madre creía en el Dios de los cristianos
con la misma fe con que hubiera creído en el de los chinos, si china hubiera sido
y no asturiana. Así que le puso la mano en la frente y luego la bajó hasta su pecho
para terminar de persignarla en silencio. Entonces ella volteó a ver a su padre
y le guiñó un ojo.
—Siempre has hecho lo que se te ha pegado la gana, no veo por qué me sorprendo
ahora —dijo él mientras la abrazaba como si quisiera acunarla igual que
la primera noche de sus vidas bajo el ciclón—. Vete con paz. Te queremos, ya lo
sabes.
Isabel subió al tren y sacó la cabeza por la ventanilla. Mientras el hermoso
animal de fierro empezaba a girar sus ruedas alejándose despacio de la única
tierra y el único mar de todos sus amores, ella se tragó las lágrimas moviendo
los dos brazos como si bailara contra el aire.
—Cuídate el corazón —oyó decir a su padre.
—Te lo dejo —contestó ella. Luego metió el medio cuerpo que llevaba de fuera
y se sentó a llorar con la cabeza entre las piernas. Tenía diecisiete años, era
enero de 1921.
Se dejó acariciar por el aire cálido y salobre aún que la envolvía. En la ciudad de
México haría frío, en dos semanas estarían por iniciarse los cursos en la única
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escuela de danza que su maestra rusa consideraba confiable. Una rara y pequeña
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