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Enviado por   •  22 de Junio de 2013  •  869 Palabras (4 Páginas)  •  295 Visitas

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é perfectamente que es muy difícil que esta carta llegue a sus manos. No puedo, sin embargo, callar. Soy uno más de los muchos ciudadanos que, en este país, consideramos que es la hora de decir “Ya basta” a esta guerra sangrienta que ustedes, presidente Obama, nos han impuesto.

Durante muchos años, con mi cámara al hombro, viví y registré los desastrosos efectos de la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos. Seguí el rastro de sangre que los estrategas, diplomáticos y asesores militares estadunidenses dejaron en El Salvador, Nicaragua, Colombia e Irak.

Vi también cómo las oligarquías criollas, los ejércitos, los gobiernos locales asumían, sin pudor alguno, el trabajo sucio que Washington les asignaba y cómo se manchaban las manos con la sangre de esas decenas de miles de personas que, para las agencias de inteligencia y seguridad norteamericanas, eran un “peligro para la democracia”.

Seguí las huellas de sanguinarios escuadrones de la muerte integrados por oficiales de los ejércitos y cuerpos policiacos, de asesinos profesionales que mataban a arzobispos, curas, monjas, luchadores de los derechos civiles, dirigentes democráticos, periodistas.

Vi también, es justo reconocerlo, intervenir a legisladores estadunidenses en defensa de los derechos humanos y fui testigo de un inédito proceso de negociación entre la guerrilla salvadoreña y el Departamento de Estado. Una negociación que condujo al final de la guerra.

Nunca quise para mi patria lo que viví en otros países. Documentar esos infiernos tenía y tiene, para mí, el propósito de exorcizar al demonio de la guerra para que nunca se instalara entre nosotros. Pero la guerra llegó a México y 100 mil muertos después le escribo esta carta.

Fue un hombre indigno y enfermo, Felipe Calderón, quien por cierto disfruta impunemente de un exilio dorado en Boston, el que en México asumió la tarea de hacer para ustedes el trabajo sucio, de librar una guerra por encargo y sin perspectiva alguna de victoria.

Luego de usurpar la Presidencia de la República, Calderón se puso al servicio del gobierno de Estados Unidos, se compró las mentiras que tan frecuentemente inventan las agencias de seguridad estadunidenses y asumió la tarea, tan mesiánica como imposible, de exterminar —por eso declaró la guerra— a los cárteles mexicanos de la droga.

Se necesita ser muy ingenuo o muy perverso para pensar que el gran negocio de la droga en Estados Unidos está en manos de los capos mexicanos. Se necesita ser muy inepto o estar muy enfermo, como Calderón, para creer que sin abatir el consumo en EU puede desarticularse al crimen organizado en México.

Menos si las distintas agencias estadunidenses, tan celosas para exigir resultados al ejército y la policía en México, cierran, convenientemente, los ojos ante lo

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