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Punto Ciego.


Enviado por   •  9 de Mayo de 2016  •  Monografía  •  1.532 Palabras (7 Páginas)  •  267 Visitas

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Parado frente al espejo. Miraba aquel punto ciego enfrente con la desafortunada sospecha de que su rostro no se reflejaba en él. - “¿Qué demonios está pasando?”- Aquel recinto de paredes frías en el que se encontraba, le hacía mofas con su lucecita pálida y su estúpido espejo que no refleja a la gente... Esperen, ¿y si no existía? ¿Y si no era una persona? De ser así, ¿Qué era entonces? ¿Quién era? ... Una puerta al otro lado del recinto le hacía una venia y lo invitaba cordialmente a abandonar aquel sucio cuarto, sin siquiera saber que le esperaba allá afuera. Salió. Un largo pasillo del cuál no podía ver su final aguardaba su presencia. De cada lado, como guardianes para que su escape fuera imposible, firmes, dos altísimas paredes de color caoba se alzaban, imponentes. Caminaba lento, abrumado. En ese momento tenía tantas preguntas, pero para qué hacerlas si nadie se las iba a responder. De pronto se vio parado al frente de una pálida puerta color hueso y con una placa de bronce con el número “237”. Parado ahí las preguntas retumbaban en su cabeza y eran el peso, el remordimiento que debía cargar; el remordimiento de un pasado que jamás volvería. “¿Quién soy?” Preguntaba con frecuencia. “¿Acaso soy aquel que cambia sonrisas por sueños; o tal vez un miserable aficionado a Bennedetti que cree en el amor; o peor aún, un patético escritor disfrazado de astronauta? No recuerdo, tengo mala memoria” Astronauta… Cuando somos niños, tenemos sueños estúpidos. Recordaba las tardes de Agosto, aquellas tardes donde el sol, aunque lanzara sus rayos con fuerza, no se sentía tan fuerte y hacían que el ambiente se tornara ameno. Y esas tardes, exactamente a las cinco, eran los momentos más sagrados que podían existir. Corriendo ante nuestro Dios, el televisor, y sentándonos en nuestra iglesia, el sofá. Sentíamos que nada podía ser tan importante en ese momento. Nada más importaba. Buenos tiempos. Pero decidimos crecer muy rápido, decidimos levantarnos de ese sofá he ir apresuradamente a abrir la puerta de la madurez. Decidimos dejar las crayolas, las canicas, nuestros estúpidos sueños de niñez, como ser astronauta, por ejemplo. Nos damos cuenta que dejamos todo esto atrás cuando en vez de preocuparnos por no salirnos de la margen al colorear dibujos mal hechos, ahora nos preocupamos por las deudas, las responsabilidades, las ecuaciones matemáticas, la soledad, las despedidas amorosas.

Era una de esas tardes de Agosto, ya saben con su clima ameno. Acompañado de un libro de Benedetti. Él sabía que algunos se burlarían de él, que se vería patético leyendo a Benedetti mientras todos se sentaban al frente del televisor. Decidió entonces caminar unas cuantas calles y llegar a aquel parque, su refugio. Caminó la empinada colina y sentó allá, recostado en el último y solitario árbol del parque. Cuándo se disponía a abrir el libro en el capítulo en el que se había quedado la última vez, sintió que al otro lado del árbol se había sentado alguien. “¿Pero qué mierda? ¿Ya no puedo leer sólo, ni en paz?”, estiró su cuello con el esfuerzo de poder ver quién era. Parece ser que la otra persona pensaba hacer lo mismo, así que los dos alargaron su cuello y cruzaron sus miradas. Con un tímido instinto de parte y parte los dos volvieron a su lugar rápidamente. Después de varios minutos, él no pudo volver a concentrarse para poder seguir leyendo su libro. Ella fue la que tomó la iniciativa y la valentía de pararse de su lugar e ir hasta el otro lado del universo para ver quién era su compañero de árbol. Delgada, pelo castaño sucio y alborotado, unos penetrantes ojos negros que se escondían tímidos detrás de los lentes de marco rojo y en su rostro delicadamente una sonrisa se dibujaba. Perfectamente imperfecta. Sólo bastó una pregunta con sutil tomo de voz para sacarlo de su abrumador estado.

- ¿Te gusta Benedetti?

-Si me vienes a molestar mejor me voy –Alegó él a la defensiva.

-¡No!, no vengo a molestarte, a mí también me gusta Benedetti. ¿Cómo te llamas? Mucho gusto me llamo Sophie.

Ahora la sonrisa de ella se reflejaba en el rostro de él. Cómo en un espejo.

-Diego, me llamo Diego. Mucho gusto.

-¿Me puedo sentar? –Preguntó Sophie.

-Claro, éste árbol aún no es mío.

-¿Cómo así, lo piensas comprar? –Preguntó de nuevo Sophie con interés mientras se sentaba a su lado.

-Sí, cuándo sea astronauta.

-¿Enserio quieres ser astronauta?

-Sí, o dedicarme a cambiar sonrisas por sueños o viceversa.

El atardecer fue más naranja de lo normal, las nubes se tornaban alrededor del sol haciendo ver esponjoso el cielo, como una confortable cama de cobijas naranjas o como una pintura de Sandro Boticcelli de una tarde en el renacimiento florentino.

-Pero cuéntame de ti – Dijo Diego después de un largo rato concentrado en el atardecer.

-A ver… soñadora de costumbre, feliz por convicción. Actriz de reparto en la mayoría de los actos de mi vida. Hablo mucho con otras personas y me quedo callada en las reuniones familiares.

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