Una Moneda
Enviado por johnnas • 2 de Febrero de 2014 • 863 Palabras (4 Páginas) • 185 Visitas
UNA MONEDA
- No se alarmen por lo que les voy a decir- dijo en cuanto se subió al colectivo. – Sólo les pido una moneda- lo decía mientras se agarraba con firmeza con una mano, del pasamanos instalado en el techo del carro. – Soy travesti como se pueden dar cuenta- y sí que se podía dar cuenta cualquiera que apenas pasara una mirada leve sobre aquel personaje. Tendría unos 40 años, jeans apretados con tenis que debieron ser blancos alguna vez, hace años; una blusa con escote y una chaqueta de algodón “perchado” negra con rayas fucsia. Su rostro estaba surcado por algo de maquillaje colorido que no era suficiente para cubrir el follaje de barba que afloraba de sus maltrechos poros. –Tengo sida-.
Sus ojos eran oscuros, podían verse historias de la calle, de la noche, el vidrio y el pavimento que profundizaban más su subterránea mirada. Mientras decía esto usaba la mano que tenía libre para descubrir su torso. Subió su blusa y cuando dejó ver lo que ésta ocultaba, lo que emergió fue una explosión montañosa que salía de su flacucho abdomen. Era una especie de bulbos poliformes que se notaban bajo su piel frágil y la estiraban, apareciendo desde la marca del brassier hasta dónde empezaba el pantalón (descaderado, valga mencionarlo). .
–No tengo servicio de salud, igual, en los 10 años que llevo con la enfermedad siempre he podido conseguir lo que necesito- apuntó mientras cubría nuevamente su cuerpo.
Habría unas doce personas sentadas. No, que digo, conmigo no éramos más de nueve. Yo estaba más o menos en la tercera silla de adelante para atrás. La puerta estaba casi a mi lado. Mientras ella (¿él?) hablaba, un terrible olor penetrante
empezó a invadir el transporte. Era amargo, oscuro, trascendía a su propia física; casi podría decir que ése olor provenía de sus ojos, o por lo menos creo que a eso le debían oler. –Ya no puedo trabajar porque tengo esta mierda en la barriga, nadie se va a comer a una travesti tan fea como yo- y al decirlo su mirada se hacía más intensa.
La incomodidad era inevitable. Todo su ser estaba orientado a causar escozor. Yo intentaba pensar en su vida; cómo sería el lugar donde dormía, quien se preocupaba por ella cuando le atacaban los dolores nocturnos, cuando ella, otrora reina de la noche, condenada a su desierto de lejanos recuerdos brillantes, tuviese que vivir a expensas de su condición, obligada como estaba a negarse esa embriaguez de oscuridad para poder conservar la noche que aún quedaba en su cuerpo nocturno. Insisto, intentaba pensar, porque el ajenjo de su olor umbroso obstaculizaba los otros sentidos. Los pasajeros se retorcían en sus sillas. Un par de viejas pudorosas no soportaron más de tres minutos antes de pedir ser vomitadas en cualquier calle de chapinero buscando escapar de una realidad irrevocable. Ya nadie escuchaba lo que Astrid decía, ni entendían a que venía una intromisión de ya casi
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