El Fantasma Blanco
Enviado por Astrid_loany • 20 de Abril de 2014 • 5.988 Palabras (24 Páginas) • 531 Visitas
EL FANTASMA BLANCO
Froilán Turcios
Al anochecer de un dos de noviembre llegué a La Antigua… Un frío viento azotaba las calles obscuras; y las campanas de todas las iglesias en un redoble monótono y tristísimo, gemían por los difuntos. El aspecto fantástico de la ciudad en la sombra y el silencio; su vago olor a ciprés, las quejas de los bronces y de las brisas, a un más que sus extrañas leyendas, me impresionaron profundamente.
Penetré en el hotel, dominado por una fúnebre emoción. Al mirar sus anchos corredores, en el que parpadeaban algunas luces amarillas, evoqué un viejo monasterio castellano, que conocí hace poco tiempo, en una de mis excursiones á Toledo. Mientras me conducían á mi cuarto, agolpáronse en mi memoria imprecisos recuerdos de mi permanencia en España: sus catedrales, sus conventos, sus históricos palacios de piedra, sus castillos, toda la poética tristeza de su pasado, en el que se destacaba el enorme Escorial, maravilloso monumento de granito que asombra al viajero, y en cuyo interior se siente una indefinible impresión de asombro y de espanto, una aguda angustia de espíritu, un hálito mortuorio...
II
Vagué –durante quince días– sin rumbo fijo, embriagándome de aire y de luz y de añoranzas entre las ruinas, que millares de curiosos de todos los países han profanado con sus frívolas sorpresas y con sus juicios mediocres. Uno que otro peregrino, de imaginación y de talento, miró estos escombros con los ojos del espíritu, y dio á cada pedrusco y á cada frase pretérita su arcano é inmutable valor. Sucede con esta clase de reliquias del Ayer, lo que con las piedras preciosas: todos las admiran por su notorio mérito; pero muy pocos conocen su secreto encanto.
…Estas ruinas tienen un alma profunda y viven una vida misteriosa. Ráfagas y dolores de los siglos duermen en sus poros inmóviles, y toda en ellas hace soñar y sufrir. ¡Arcos pétreos que truncó el destino en una hora de catástrofes! ¡Rotas cúpulas por entre cuyas anchas grietas se viera el cielo azul! ¡Arabescos de los palacios, paredes obscuras de las húmedas galerías subterráneas! ¡Tenéis un espíritu ignoto! ¡¡Estáis poblados de fantasmas!!
En las horas del silencio –cuando los antigüeños del presente reposan sin recordar el pasado; –en las tétricas noches sin luna, surgen de los escombros voces y figuras que la Historia empieza á olvidar, y se agitan por la dormida ciudad en una rápida existencia ilusoria. Van y vienen, como en los tiempos en que sufrieron y amaron, las damas y los caballeros y las gentes del pueblo en los amplios suburbios. Las calles se llenan con las compactas multitudes del antaño. Hay fiestas alegres en los salones y pomposas ceremonias en las iglesias, y toda la vieja metrópoli recobra su extraordinario esplendor… Pero sus cantos y sonoros estruendos y la voz de sus penas y pasiones no llegan á los oídos de los vivos que duermen sino como algún remoto rumor, que ellos juzgan murmullos de los vientos entre los cipresales… Y cuando las estrellas palidecen en el sombrío cielo, todo vuelve á recobrar su natural aspecto de prosaico existir... Y el inofensivo y gordo ciudadano que ensilla su caballejo para ir en busca del diario alimento; que va á San Lorenzo el Cubo, ó á Santa Catarina Barahona á cobrar diez libras de café que dio al crédito; y la rica matrona que se estira en su lecho perezosamente antes de vertirse; y el mozalbete que rememora, entre dos largos bostezos, algún grato percance amoroso ¡ni de vaga ni de abstracta manera pueden imaginarse la intensa vida nocturna de la vieja ciudad y de sus viejos fantasmas!
III
En la agonía de un crepúsculo de diciembre –cuando el sol en el tramonto apagó su último resplandor– obedeciendo á una voz recóndita, entré en el templo de La Merced. Una que otra lámpara clareaba la tiniebla con fulgores mortecinos. Me senté en un banco, cerca de un altar. Mujeres vestidas de negro penetraban por la puerta mayor, interrumpiendo con sus pasos el solemne silencio. Una forma blanca hincóse junto á mí. Abstraído en uno de esos mágicos ensueños que alucinan mi espíritu cuando me hallo en el recinto de una iglesia, permanecía inmóvil, mirando una estrella que brillaba en el fondo de una de las altas ventanas ovales. La noche cayó, y la obscuridad se hizo más densa… Las devotas encendieron sus velas de cera.
Lentamente me volví hacia mi vecina. Y estuve á punto de lanzar un grito de sorpresa. En la radiación amarilla de la vela miré á una joven inolvidable. Un ligero traje blanco, de seda ó de lino, modelaba sus formas adolescentes, casi infantiles… Pero ¿en dónde podré yo encontrar una frase angélica para describir su rostro, de una blancura imponderable y de una belleza extraterrena? ¿Cómo definir, con las palabras comunes de un estilo normal, la divina expresión de aquellos ojos impregnados de amor, de martirio y de esperanza? La boca de pálida rosa, las mórbidas manos de alabastro ¿no me hicieron pensar en la Gioconda, que florece de gracia inmortal en la tela del armonioso Leonardo?
Ella me miraba dulcemente; y el cerebro del hombre jamás podrá concebir el mundo de poesía y ternura que encerraban aquellas pupilas, cuyas miradas, deshaciéndose en mil tenues rayos, parecían penetrar por todos mis poros, besándome el alma y haciéndome languidecer con su caricia sobrehumana.
Hallábame petrificado y muy lejos de las cosas de la tierra... ¿Cuánto duró aquel éxtasis profundo en que, sintiendo la gloria inefable de los dulcísimos ojos quiméricos, me consideré, al mismo tiempo, el más venturoso y el más infeliz de los mortales?...
¿Un minuto? ¿Una hora? ¿Un siglo? … No lo sé. Caí desvanecido sobre el banco, y al despertar, la iglesia se hallaba solitaria. Un eclesiástico apagó las últimas luces. Recogí mi sombrero, caído sobre el pavimento, y con paso de sonámbulo y las ideas en desorden, salí del templo...
Caminé automáticamente en dirección al hotel. Las calles desiertas, sumergidas en lúgubre silencio, me hicieron pensar en las necrópolis antiguas. Abrí mi cuarto, y sin fuerzas para la más leve acción, me arrojé vestido en el lecho. Durante toda la noche fui presa de las más extravagantes alucinaciones, de los más insólitos delirios, de los ensueños más puros, de las más siniestras pesadillas. Despertábame estremecido de espanto, con el corazón saltando como un pájaro salvaje en una jaula de acero: ó, después de un suavísimo sueño, abría lentamente los párpados con una deliciosa languidez... Pero ya despierto ó dormido, ya febril ó sereno, aquellos ojos me miraban desde un ámbito remoto. A veces sentía que se acercaban hasta rozar mi frente con sus largas
...