Europa: rezagada, pero dinámica, por Jürgen Kocka
Enviado por Dayana Cribillero • 23 de Marzo de 2019 • Síntesis • 4.263 Palabras (18 Páginas) • 255 Visitas
Europa: rezagada, pero dinámica, por Jürgen Kocka
Si establecemos una comparación desde el punto de vista de la historia global, podremos concluir que el capitalismo comercial se desarrolló en la Europa medieval en una época relativamente tardía, aunque de un modo diferente al de Asia. Con el derrumbe político del imperio romano de Occidente, en el siglo V, y la inestabilidad que supusieron las migraciones de la población, la vida económica quedó desintegrada y con ella se desmoronaron todos los elementos capitalistas que habían surgido en la Antigüedad, lo cual es un ejemplo de la estrecha relación que existe entre la creación (o, en esta ocasión, entre la destrucción) del estado y la del mercado. En las regiones de Europa que habían estado bajo el dominio y la influencia del imperio romano (con excepción del área del Mediterráneo oriental, que pertenecía al imperio bizantino, aún en pie), se produjo un retroceso de la economía de mercado, una desmonetarización y un regreso a la agricultura. Las relaciones comerciales, que en el pasado se habían extendido desde el mar Báltico hasta China, desaparecieron, las ciudades y los espacios mercantiles se fueron atrofiando y las vías de comunicación quedaron desiertas. Aquí y allá se impuso la economía doméstica y el autoabastecimiento, aun cuando, por ejemplo, los monasterios produjeran a menudo mucho más de lo que consumían, trataran de vender los excedentes para obtener beneficios, acumularan capital y concedieran anticipos (sin aplicar intereses, aunque con la seguridad de que aquello les reportaría algún tipo de provecho). El comercio quedó limitado al ámbito local, si bien en las costas no desapareció por completo y en el Mediterráneo sobrevivieron ciertas tradiciones romanas. También en la Europa medieval las principales prácticas capitalistas se daban sobre todo en el comercio con regiones remotas. Entre los siglos XII y XV el intercambio de mercancías entre Europa y Asia, hasta entonces más bien esporádico, se extendió, cada vez con más intensidad y regularidad, desde las ciudades costeras del norte de Italia, el sur de Francia y Cataluña hasta Egipto, Palestina, Siria y Bizancio, y desde allí hacia el este. Las cruzadas del siglo XII, que no dejaban de ser, en parte, actos de rapiña, supusieron en ocasiones un obstáculo para este comercio entre Occidente y Oriente, pero a veces también lo impulsaron considerablemente. Durante mucho tiempo llevaron la delantera los navieros, comerciantes y capitanes de barco de Venecia, Génova y, algo más tarde, Florencia, junto con los de Pisa y Livorno, desde donde muy pronto partieron naves que viajaban, a través del estrecho de Gibraltar, hacia Francia, Flandes e Inglaterra. Otra importante vía para el comercio era la que permitía unir Rusia, Polonia y Escandinavia con Flandes, Brabante e Inglaterra a través de los mares del norte. Pero también se desarrollaron vías comerciales en tierra, de uso frecuente y cada vez más abundantes, como los pasos de los Alpes desde Italia hasta el sur de Alemania y, más al norte, por la ruta del Rin, que conectaba Basilea con los Países Bajos y, desde allí, a través del mar, con Inglaterra; o las que surgieron entre estas regiones comerciales (primero en la Champaña) a partir de mediados del siglo XII gracias a la organización regular de las ferias. Los mercaderes que se dedicaban a este comercio no solo se guiaban por principios capitalistas. En realidad, en su afán por limitar los elevados riesgos que entrañaban los largos viajes a través de enormes distancias, se centraron en encontrar soluciones que pasaban por establecer una cooperación. Para las travesías por tierra, se unían con el fin de formar caravanas, y para las marítimas, creaban flotas, a menudo de entre cincuenta y cien naves, bien armadas para defenderse de los asaltos de ladrones y piratas (¡y a veces incluso de sus competidores!). En una época de desconfianza generalizada frente a los extraños y de debilidad del estado, los comerciantes viajeros que compartían un origen geográfico o étnico solían mantenerse muy unidos en sus lugares de destino. En ellos, lo más frecuente era que viviesen separados de la población local, dentro de sucursales de comercio o factorías, logias, Kontore o barrios especiales, a menudo con una administración y una jurisdicción independientes, que eran posibles gracias a los privilegios que las autoridades les habían concedido a cambio de una serie de favores. Por lo general, se trataba fundamentalmente de asociaciones temporales entre personas que solían moverse con mucha frecuencia, pero en ocasiones daban lugar a estructuras a más largo plazo. El ejemplo más conocido de este fenómeno es el de la Liga Hanseática. Ante todo, la Liga Hanseática, que se mantuvo entre los siglos XIII y XVI, era una asociación de comerciantes que acostumbraban a viajar y que compartían un mismo origen —una serie de ciudades, en su mayoría del norte de Alemania—. Al mismo tiempo, era una federación poderosa, aunque no muy unida, que en ocasiones llegó a contar con más de cincuenta ciudades entre sus miembros. Supervisaba las travesías de los barcos, el comercio y la política en el área situada entre el mar del Norte y el mar Báltico. Se centraba en productos de lujo, como las especias y el ámbar, pero también en los productos de masas, destinados al uso corriente de amplios círculos de compradores, como el algodón, los paños, las pieles, el pescado, la sal, los cereales, la madera y los artículos de metal. Ciudades portuarias como Lübeck, Hamburgo, Szczecin, Gdansk, Bremen, Wismar y Rostock constituían la periferia, pero la Liga también contaba con ciudades del interior, como Colonia, Magdeburgo o Brunswick, y con puntos de apoyo (denominados Kontore) en lugares muy diferentes, como Nóvgorod, Bergen, Londres y Brujas. Los comerciantes de la Liga Hanseática trabajaban en parejas durante varios años para formar pequeñas sociedades mercantiles y compartían los beneficios, a menudo elevados: se cree que en los siglos XIV y XV se obtenían ganancias anuales de entre un 15 y un 20% del capital aportado. La mayoría de estos mercaderes pertenecían a varias sociedades, con la intención de evitar poner todos los huevos en la misma cesta, dados los enormes riesgos que conllevaba el comercio marítimo. Con frecuencia se asociaban parientes que trabajaban en diferentes lugares. Los métodos de contabilidad eran sencillos: los comerciantes actuaban al mismo tiempo como sus propios banqueros y cambistas. Lo habitual era comprar y vender fiando la mercancía y no se empleaba dinero en efectivo, sino que se recurría a las letras de cambio (o, más concretamente, pagarés y giros). Para quienes intervenían en aquel sector, era esencial gozar de buena fama como pagadores. Todos ellos se observaban y controlaban mutua e indirectamente, aun cuando cada cual protegiese el secreto de las cuentas de su negocio. Esta forma de capitalismo comercial dio un nuevo giro en su carácter asociativo y se vio atrapada en una estrecha relación entre la economía y la política. No solo se crearon organismos comunes como los Kontore, que realizaban tareas en beneficio de la colectividad de mercaderes, sino que, además, se tomaron importantes decisiones estratégicas, no solo por parte de los comerciantes, a título individual, sino también por parte de los ayuntamientos y gobiernos de las ciudades correspondientes (frecuentemente controlados por esos mismos comerciantes), decisiones que se sometían a debate en las dietas que se convocaban —aunque no con una regularidad exacta— en el seno de la Liga Hanseática. El éxito de esta Liga, que se mantuvo durante mucho tiempo, se basaba tanto en la política corporativa de las ciudades — que buscaban y concedían privilegios y no temían lanzarse a un enfrentamiento bélico— como en la identificación de las oportunidades de mercado que hacían los diferentes comerciantes particulares. Entre los siglos XII y XV surgió en las ciudades del norte de Italia (fundamentalmente, Venecia, Pisa, Génova y Florencia) y en las del sur de Alemania (sobre todo Núremberg y Augsburgo) una variante en general más dinámica y prometedora de este tipo de capitalismo, gracias, en esencia, al comercio con regiones lejanas. En este caso se necesitaban métodos para salvar grandes distancias, en la medida de lo posible sin tener que transportar sacos enteros de monedas. Los proyectos —travesías en barco que duraban meses o, a menudo, entre uno y dos años, y que tenían por destino lejanos puertos, a los que se llegaba después de pasar por diversos destinos intermedios y transbordar varias veces las mercancías— eran más ambiciosos y requerían más capital. En la Venecia del siglo XII ya era habitual que el negocio se basara en el pago de anticipos y créditos, a veces con intereses muy elevados (de entre un 20 y un 40% a mediados de siglo, en ciertos casos). Había una enorme necesidad de reducir los riegos. Los comerciantes y socios capitalistas se unían para formar sociedades durante cortos períodos. La mayoría tenía negocios en varios sectores, con distintos artículos y funciones. En aquel momento no había ni espacio ni motivación para la especialización. Era frecuente que un comerciante trabajara con varios barcos, aunque también podía ocurrir que varios proveedores de fondos se uniesen para poner en marcha un solo barco. Se buscaba obtener beneficios para multiplicar el capital. Buena parte del dinero que se necesitaba se generaba en el propio comercio, pero también había grandes sumas que procedían de patrimonios obtenidos a través de la política, la agricultura o el uso de la violencia. Se acumularon grandes, enormes riquezas. Al principio (en el siglo XII) eran producto de una sola trayectoria vital, pero con el tiempo se fueron heredando de generación en generación y, más tarde, se concentraron en empresas familiares pensadas para mantenerse durante largo tiempo. Entre 1150 y 1200, el veneciano Romano Mairano, un naviero, comerciante y prestamista de gran éxito, pese a su modesto origen, donó lo que quedaba de su patrimonio al monasterio San Zaccaria (en el que también se conservan, después de tantos siglos, los documentos que legó). El patrimonio de los Medici, en Florencia, sufrió grandísimos altibajos a lo largo del tiempo, pero se fue transmitiendo de generación en generación. Los Fugger, de Augsburgo, se esforzaron —con éxito— en fundar una «casa» claramente vinculada a la familia y que perviviese en el tiempo. La creación de empresas que tuviesen su propia personalidad jurídica, diferenciada de la hacienda de sus propietarios y gestores, a menudo sujetas a un incesante cambio de dueños, supuso una evolución de importancia nada despreciable en el capitalismo comercial medieval a partir del siglo XIII y, sobre todo, en los siglos XIV y XV, evolución que, sin embargo, no se había dado en el anterior capitalismo comercial de China y Arabia. La sociedad mercantil Große Ravensburger Gesellschaft, en conjunto una empresa más bien modesta, especializada en el comercio de mercancías (nada de grandes negocios monetarios o crediticios) y, fundamentalmente, en el área textil, se mantuvo durante ciento cincuenta años (entre 1380 y 1530). Este desarrollo del capitalismo comercial en la Alta y la Baja Edad Media no habría sido posible sin la invención de nuevos métodos y la existencia de nuevas formas jurídicas. La doble contabilidad, que permitía comparar con exactitud y en cualquier momento el debe y el haber y que Sombart valoró como elemento imprescindible para que se diese el capitalismo, surgió en las ciudades del norte de Italia especializadas en el comercio como muy tarde en el siglo XIV y durante mucho tiempo se conoció como el método «alla veneziana». Se incorporaron a la práctica mercantil nuevos medios, pronto muy conocidos en la legislación, para la concesión de créditos no en efectivo, las operaciones cambiarias y el comercio a plazo fijo. Así se amplió, de un modo absolutamente decisivo, la dimensión espacial y temporal en la que podían realizarse los negocios propios del capitalismo comercial. A buen seguro, a ello contribuyeron no solo los números indoarábigos —y el cero— llegados de Oriente (hacia el año 1200), que facilitaron el cálculo escrito, sino también ciertos métodos de comercio y contabilidad copiados de los competidores y los socios árabes. También se desarrollaron diferentes formas jurídicas para la aportación de fondos, la colaboración y la asociación de capitales, con algunas opciones rudimentarias que permitían organizar participaciones de capital con responsabilidad limitada (aunque aún sin la posibilidad de negociar con esas participaciones). Se recuperó la tradición del Derecho romano, con su racionalidad formal y sus concepciones contractuales, que, sin ser decisiva, también contribuyó a esta evolución. A diferencia de lo ocurrido en Arabia y, por lo que parece, también en China, el capitalismo comercial del sur y del oeste de Europa dio muestras de una llamativa dinámica: fue más allá de los límites del comercio, por un lado para adquirir la forma de un capitalismo financiero con instituciones autónomas y una especial cercanía con respecto a los poderes políticos, y por otro para dar lugar a las primeras manifestaciones de su penetración en el mundo de la producción. Los negocios bancarios (las operaciones cambiarias, la obtención y la concesión de créditos, las transacciones de letras de cambio y giros que facilitaban los pagos y ofrecían oportunidades por sí mismas para obtener beneficios, el comercio con las letras de cambio desde el siglo XIV) incluían, ya desde sus inicios, momentos de especulación y, a medida que iban surgiendo, fueron quedando en manos de los comerciantes. Cuando, a finales de la Edad Media, su volumen, complejidad e importancia experimentaron un rápido crecimiento, solo una pequeña parte de ellas pasó a los numerosos judíos o lombardos que se habían especializado en la concesión de préstamos sobre prendas y que ofrecían fundamentalmente créditos para el consumo, explotando las necesidades de la gente corriente y, a menudo, aplicando intereses desorbitados, lo que les valió la fama de usureros. En realidad, la mayoría de los que se dedicaban a este negocio eran mercaderes experimentados o pujantes, que se iban especializando cada vez más en los negocios monetarios, aun cuando eso no significara que abandonasen por completo el comercio de mercancías. Los bancos aparecieron en Génova en el siglo XII, en Venecia en el siglo XIII y en la Toscana a principios del XIV. Los florentinos —que en 1350 eran ya ochenta— consiguieron el liderazgo en toda Europa y mantuvieron su posición hasta finales de la Edad Media. En su mayoría se trataba de sociedades mercantiles de base familiar y controladas por varios socios que aportaban capital, participaban en la dirección y se dividían las ganancias. El tercer mayor banco de Florencia, el banco Acciaiuoli, contaba en 1341 con dieciséis sucursales en varios países, once socios, treinta y dos gerentes y un elevado número de empleados. También los Bardi, los Peruzzi y, ya en el siglo XV, los Strozzi y los Medici adoptaron este formato de gran empresa transnacional. No solo obtenían beneficios gracias a las operaciones con el dinero, los cambios y los giros ya mencionados, sino que, además, utilizaban su capital, los fondos depositados en sus sociedades y sus ganancias para adquirir participaciones y créditos en las empresas comerciales y artesanas. A veces eran ellos mismos quienes administraban tales empresas. Por otra parte, concedían préstamos a los gobiernos de las ciudades, a señores locales y señores supralocales, y muy pronto también a los más poderosos desde el punto de vista espiritual y terrenal, que, en vista de la ausencia de unos ingresos regulares procedentes de la recaudación de impuestos, necesitaban permanentemente dinero y tenían enormes dificultades para librar sus guerras, cumplir con sus deberes de representación e impulsar la expansión de sus territorios. La construcción del estado y los inicios del capitalismo financiero van de la mano. De este modo, una pequeña élite de ciudadanos acaudalados y pertenecientes al mundo de las altas finanzas extendió su influencia al ámbito de la política, pero al mismo tiempo vinculó su existencia empresarial a los poderes políticos y a los cambiantes destinos de estos. Hasta finales de la Edad Media, el capitalismo estuvo en buena medida limitado a los sectores del comercio y de las finanzas. Sin embargo, pronto el capitalismo comercial empezó a invadir puntualmente el terreno de la distribución, como ocurrió tanto en el sector de la minería —que requería ingentes cantidades de capital y basaba sus actividades, a veces muy voluminosas, en el trabajo asalariado— como en la industria casera. Aquí y allá los comerciantes empezaron a influir en la producción de las mercancías que iban a vender, adelantando materia prima a los productores, haciéndoles pedidos y, en ocasiones, ofreciéndoles herramientas. Es posible encontrar ejemplos de ello sobre todo en la historia de la industria de la lana del norte de Italia (una vez más, especialmente en Florencia) y de los Países Bajos (Flandes, Brabante), como muy tarde desde el siglo XIII. En consecuencia, se produjo una modificación de la división del trabajo entre los productores, cuya dependencia del mercado y de las fluctuaciones del mismo aumentó considerablemente y cuyo estatus se acercó mucho al de los trabajadores asalariados, ya que, aunque en teoría eran autónomos, en la práctica recibían un sueldo por su actividad a destajo, a veces en forma de anticipos que devolvían después a través de su trabajo. Así, el comerciante se convertía en un Verleger y el artesano, en un trabajador de la industria casera o doméstica. También por aquel entonces aparecieron el trabajo en el taller y la remuneración calculada en función del tiempo empleado. Crecieron enormemente las tensiones entre el capital y los productores directos, entre los grandes mercaderes y los artesanos, entre los empresarios y los trabajadores (y también las trabajadoras), que alimentaron algunos de los tumultos y revueltas que fueron frecuentes durante el siglo XIV en las áreas de gran desarrollo de la artesanía (y que a menudo respondían también a otros motivos), como fue el caso del tumulto dei Ciompi, que estalló en Florencia en 1378 y terminó, por la vía de las armas y la intervención de las autoridades de la ciudad, con la derrota de los trabajadores. No siempre los inicios de la industria casera, así como los de otros sectores, como la industria del metal de Núremberg, la del textil en Constanza o los astilleros del sur de Italia, iban acompañados de conflictos. Sin embargo, pronto quedó demostrado que la explosividad social del capitalismo crecía si el sistema se extendía más allá de la esfera de la circulación y de la producción y empezaba a transformar directamente el mundo laboral. En la Europa medieval este capitalismo que se iba imponiendo estaba en manos de los comerciantes. A tal grupo pertenecían individuos muy diferentes: desde ciudadanos acomodados, de prestigio, prósperos y muy bien asentados, con extensas familias y participación en el mando de la ciudad, hasta cambistas judíos o lombardos, a los que se tachaba de usureros y que vivían, haciendo frente a una gran inseguridad, en los márgenes de la sociedad; desde miembros bien arraigados de un influyente gremio urbano hasta mercaderes ocasionales o nuevos ricos recién ascendidos en la escala social; desde acaudalados banqueros-comerciantes, que se codeaban con quienes ejercían el máximo poder, hasta agentes que no cesaban de viajar para visitar regularmente a sus proveedores y productores del entorno proletarizado y transmitir información. Sin embargo, todos ellos tenían en común su ánimo de lucro, su experiencia en el manejo del dinero y su capacidad para competir en el mercado, aun cuando fuesen conscientes de las ventajas que proporciona un monopolio y anhelasen obtener privilegios, esto es, el favor del poder político y la protección ante el mercado. La mayoría de quienes practicaban el comercio a gran escala y hacia zonas remotas pertenecían a los grupos más cultos de su tiempo: sabían leer, escribir y contar. Su orientación hacia zonas más allá de su región de procedencia, como consecuencia del ejercicio de su profesión, hizo de muchos de ellos, en cierto modo, hombres de mundo. La naturaleza insegura, aunque moldeable, de sus negocios, atraía sobre todo a personalidades emprendedoras, ambiciosas, con hambre de éxitos y osadía. Eran, con diferencia, las que predominaban en el sector. Llama también la atención que estos comerciantes no se especializaran, aunque la explicación a ello hay que buscarla en el carácter limitado de la demanda, con clientes que, por lo general, solo solicitaban pequeñas cantidades. Participaban en muchos negocios al mismo tiempo, algunos de los cuales conseguían llevar a buen puerto; identificaban qué se ofrecía o qué productos eran pujantes; buscaban oportunidades y lidiaban sin temor con los peligros que, en aquel mundo con escasa presencia del estado, eran moneda corriente tan pronto se abandonaba el espacio relativamente protegido de la ciudad amurallada y la comunidad habitual. Era frecuente el fracaso. Incluso grandes empresas que habían logrado mantener el éxito durante largo tiempo quebraban. Abundaban las noticias acerca de la pérdida de la prosperidad y del poder de importantes familias. Estos comerciantes y banqueros estaban lejos de especializarse e instalarse cómodamente en una rutina previsible. En su lucha por el éxito de sus empresas, se habían ido haciendo prudentes y vigilantes. A menudo también eran desconfiados y, en ocasiones, carecían de escrúpulos. Conocían el orgullo del logro individual. Defendían con firmeza sus propios intereses. En aquel estilo de vida también existía una cierta tendencia hacia el secretismo. No gustaban de presentarse como líderes ante la incipiente sociedad urbana. Anhelaban obtener dinero, sí, pero no para acapararlo, sino para conseguir que trabajara y se multiplicara. Todo aquello correspondía a los principios capitalistas. Sin embargo, a diferencia del capitalismo posterior, ya plenamente desarrollado, ese dinámico capital no salía de las fronteras naturales del comercio y la acumulación de fondos no tenía lugar de forma rápida ni ilimitada, pese a que las ganancias eran a veces muy elevadas. El motivo era que solo una parte de los beneficios obtenidos se empleaba para ampliar la empresa, ya que esta, por lo general, constituía un proyecto de solo unos años, del que no se esperaba que sobreviviera a su propietario. A menudo una buena porción del lucro se destinaba al consumo, en concreto al consumo de artículos de lujo, así como a la adquisición de tierras. Las fincas representaban por aquel entonces una base duradera, que se podía legar a la siguiente generación de la familia, a diferencia del capital comercial, que solo tenía un carácter temporal y que, en consecuencia, no perduraría en el tiempo. Aquello correspondía perfectamente a la idea que se tenía por aquel entonces de lo que era una buena existencia burguesa, en la que el éxito creciente y una esperanza de vida cada vez mayor permitían sustituir la frenética actividad comercial por la tranquila cotidianeidad del rentista y adquirir para ello una cómoda finca, cuando no (en el caso de grandes comerciantes especialmente pujantes) un título nobiliario, que gozaba de un prestigio generalizado, y hacerse con un señorío o un castillo. En otras palabras: en el contexto social y cultural de la Edad Media, la acumulación de capital y el crecimiento empresarial no formaban parte de los objetivos prioritarios, al contrario de lo que sucedería más adelante. En realidad, la obtención de beneficios y el éxito en los negocios seguían siendo meros instrumentos con los que conseguir una buena vida. Hay que tener en cuenta que estas sutiles variantes de la práctica capitalista solo podían imponerse si lograban contrarrestar las ideas morales tan arraigadas en la época. La iglesia cristiana censuraba el préstamo de dinero y la concesión de créditos a cambio del pago de intereses, por considerarlos «usura». O, al menos, prohibía realizar estas prácticas para con un «hermano», como establecía el Deuteronomio (XXIII, 19-20). Las operaciones crediticias con aplicación de intereses entre cristianos estaban prohibidas, lo que explica en buena medida por qué eran tan abundantes los judíos en aquel sector económico. Sin duda alguna, las enseñanzas cristianas, que nacieron en el entorno de los campesinos y los artesanos y que tenían en tan alta estima la solidaridad, en forma de hermandad, fomentaron la difusión de las ideas anticapitalistas. Este planteamiento rechazaba admitir el lucro como objetivo de la existencia y desconfiaba del estilo de vida de los comerciantes. Sin embargo, el tiempo fue debilitando aquellos principios o determinó que se interpretaran de un modo que se ajustase mejor a la realidad económica que seguía evolucionando. Además, existían numerosos métodos para esquivar la prohibición de prestar con intereses y permitir que también los cristianos participasen en el lucrativo negocio crediticio. La iglesia desarrolló en sus enseñanzas morales una serie de contraargumentos que interpretaban el intercambio, la obtención de beneficios y el bienestar como compensaciones justificadas de la inseguridad y el esfuerzo a los que debían hacer frente los comerciantes, y también consideró sus actividades como instrumentos útiles para el bien común. Con todo, estos avances siguieron siendo un fenómeno excepcional, que, en el capitalismo medieval europeo, tan marcado por el cristianismo, tuvo que abrirse camino luchando contra la desconfianza general, el rechazo moral y la crítica intelectual. En cierto modo, los comerciantes se vieron obligados a actuar en consecuencia, contraatacando con un estilo de vida compatible con la religión y un despliegue de simbología, en forma de donativos y actos de caridad, y a menudo también en forma de «última penitencia», esto es, de cesión de enormes porciones de su patrimonio a monasterios e iglesias cuando llegaban a una edad avanzada. El miedo ante los tormentos del infierno también marcó a muchos comerciantes de la Edad Media, que, en su mayoría, y a pesar de ser hombres de mundo, también eran fieles cristianos. Con todo, la dinámica de este capitalismo comercial apenas se vio frenada por el anticapitalismo de la moral pública, tan influida por el cristianismo, como en la práctica tampoco el capitalismo de los siglos posteriores se vio limitado en su expansión por la constante y extendida crítica del sistema.
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