Los Cinicos No Valen Para Este Oficio
Enviado por emanencia • 21 de Enero de 2015 • 1.686 Palabras (7 Páginas) • 275 Visitas
El reporterismo quizá sea el genero periodístico por excelencia.
El reportaje combina la información con descripciones que pueden adquirir un alto tono literario. Cuando el reportero trabaja con tesón, pisa los escenarios, conoce a los protagonistas y a sus antagonistas, y evita esa perversión, tan querida de emboscar la esencia de lo narrado con florituras formales y eufemismos, entonces tenemos la mejor expresión profesional del periodismo: el reportero.
Ryszard Kapuscinski es la referencia permanente y el claro ejemplo del periodista que abandona su tierra y explora horizontes desconocidos. Es justamente lo que un buen número de periodistas, atados a mesas de redacción, ha querido ser siempre, tanto en el plano personal como profesional: un aventurero humilde, que escribe sobre la parte olvidada del mundo desde la parte olvidada del mundo.
Nos ha tocado vivir un tiempo en el que los medios de comunicación son la caja de resonancia, y en ocasiones escenario, de casi todo cuanto acontece. Por ahí pululan personajes superficiales, que tan pronto como cualquier canal de televisión les da un poco de tiempo adquieren notoriedad, dinero y hasta poder. También el fenómeno internet, con youtubers y bloggers a la cabeza, está contribuyendo un poco al llamado 'efecto birria' (denominación usada por vez primera en el caso del ecce homo). El triunfo de la banalidad en un mundo infantilizado y cínico, en el conviven este tipo de personajes mediocres con verdaderos genios que alcanzan la cumbre, en este caso hablando en el terreno de la información y la comunicación.
En mi opinión, una de esas cimas de la profesión periodística es Ryszard Kapuscinski.
El mismo personaje que viajó por todo el mundo, con una humildad infrecuente, y que logró publicar sus reportajes en las mejores cabeceras de la prensa internacional, sin que por ello perdiese ni un ápice de su carácter sencillo y de su mansedumbre de corazón, que, en muchas ocasionas, nada tiene que ver con la carencia de temperamento. Creo que con reporteros como Kapuscinski, la profesión se reconcilia con los millones de lectores anónimos que esperan que en los periódicos, como en la política, obren y actúen las más nobles intenciones del ser humano. En su caso, defender a los más desfavorecidos. Para demostrar ese compromiso con los desheredados del mundo escogió África. Ese trozo de tierra hecho paradoja permanente -desierto y selva, sol y lluvia, inmensamente rica y terriblemente pobre- lo sedujo para siempre con fatal atracción, como a tantos otros europeos provenientes del frío. África le dio buena parte de los materiales con los que ha construido algunas de sus mejores obras. El Emperador , Ébano , o lo que se considera su libro más apasionante, Un día más con vida , un diario íntimo del único periodista occidental que se queda en Angola en el otoño de 1975 para ver con sus propios ojos, como a él le gusta hacer, el éxodo blanco, tras el triunfo de la revolución de los claveles en Portugal. En él nos cuenta cómo se va quedando solo, y como la desolación y la muerte lo cercan, y así decide escribir su pieza más personal y literaria. África no existe A pesar de los muchos años que Kapuscinski pasa en África, él confiesa en el arranque de Ébano que ese continente no existe. No es que lo quiera negar. Es una afirmación para reivindicar ante el mundo desarrollado a los millones de seres que de manera silenciosa nacen y mueren en el continente negro. Para él, África es demasiado grande, y con su característica humildad afirma que es imposible describirla. A él le interesan las personas que viven en esa tierra. «Su vida -escribe- es un martirio, un tormento que, sin embargo, los africanos soportan con una tenacidad y un ánimo asombrosos». Conmueve especialmente leer en Ébano , su viaje a Etiopía en 1975, que «los miserables allí arriba vegetan como al margen de la humanidad, nacen sin que nadie lo note y desaparecen, seguramente muy pronto, como seres desconocidos, anónimos». Fíjense bien, Kapuscinski no escribió como Tom Wolfe sobre los yuppies de Park Avenue, ni sobre dictadores hiperbólicos, venales y rijosos, que tanto apasionaron a García Márquez, ni recreó la historia de grandes reinas, ni se deslizó por el erotismo fácil. Simplemente vio y contó como «desahuciados e incapaces de más esfuerzos, morían de hambre, una muerte que es la más silenciosa y sumisa de cuantas existen. Entornados e inexpresivos, sus ojos carecían de toda señal de vida. Ignoro si veían algo». Era en Lalibela, en Etiopía, en 1975, poco después de que el emperador Haile Selassie, el Rey de Reyes, el León de Judá, fuese depuesto por sus propios soldados. Una historia que también da forma a otro de sus libros africanos: El Emperador. El profesor Paco Sánchez, que comparte con muchos periodistas su admiración por Kapuscinski, asegura que el lector logra ver en sus libros lo que él vio y que su mirada no sirve para distanciarse, sino para acercarse. En ese relato del hambre que encontramos en
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